Juan Muñoz: el teatro de los arquetipos.

 

Mi visita a la exposición retrospectiva de Juan Muñoz en el Patio Herreriano de Valladolid me permitió entender mejor lo que pensé cuando vi su primera exposición individual, que tuvo lugar en la galería Fernando Vijande de Madrid. Entonces quedé sorprendido por la audacia y la originalidad con la que un joven que venia de concluir sus estudios en Sant Martin School de Londres o estaba a punto de hacerlo, irrumpía en la escena artística española desdeñando olímpicamente las lecciones impartidas por Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. Nada mas lejos de la toma de partido radical por la abstracción y el constructivismo de las obras de quienes ya eran considerados maestros indiscutidos, que el retorno a la figuración encarnado en las piezas exhibidas en dicha exposición por Juan Muñoz. Retorno que cabía asociar al promovido por Anthony Gormley en Gran Bretaña o por Rober Gober en los Estados Unidos y en esas mismas fechas, pero que ya marcaba diferencias por su sesgo francamente teatral.

El teatro ya no era lo que solía ser.  El happening primero y la performance después lo habían dinamitado, desmantelando su aparato escénico, derribando su cuarta pared, despojándolo de texto, voces, personajes e interpretes y anulando o neutralizando la oposición entre actores y espectadores para sugerir que unos podían convertirse en  los otros y que el teatro podía confundirse con la vida. Juan Muñoz tomó buena nota de esta transformación, como del hecho de que Carl Andre Eva Hesse o Daniel Buren ya habían allanado a la conversión de la escultura en instalación y al límite en escenografía. Sus obras en consecuencia se convirtieron en escenas teatrales, en representaciones de acciones teatrales interrumpidas o suspendidas sine die, protagonizadas por arquetipos antes que por personajes. Enanos, hombres boya o peonza, chinos idénticos a si mismos, protagonizaron sus instalaciones en abierto contraste con los  individuos de carne y hueso protagonistas de las performances.

La performance es el arte por excelencia de la autenticidad, donde el performer se muestra tal y como es, fiel a si mismo y a sus deseos, impulsos e intenciones a las que considera exclusivamente suyas. En la performance él es él mismo y no alguien que se suplanta a sí mismo interpretando a otro, con diálogos, acciones, gestos, mímicas que no son los suyos. Por eso el paradigma del performance, la performance por excelencia, es la del desnudamiento, el acto de mostrarse tal y como se es, sin mascara ni maquillaje, sin el traje con el que rendimos pleitesía a las convenciones y las obligaciones sociales. Byung-Chu- Han, en La desaparición de los rituales, establece un vínculo entre la autenticidad y la clase de sociedad donde “todo el mundo rinde culto al yo” y en la que “cada uno es sacerdote de sí mismo”. Y cita a Charles Taylor, quien considera que la fidelidad a uno mismo  “otorga fuerza moral a la cultura de la autenticidad, aún en sus formas mas degradadas, absurdas o trivializadas”. Pero no se le escapa el peligro que representa para la existencia misma de los vínculos sociales, ” el ideal moderno de autenticidad” y la persecución excluyente de “las metas de autorrealización y de desarrollo de uno mismo en las que habitualmente nos encerramos”.  Para conjurar este peligro defiende la tesis de que la autenticidad y la comunidad no se excluyen. “La referencia a uno mismo sólo concierne a la forma de autenticidad en cuanto autorrealización” – glosa el filosofo coreano. “pero su contenido – continúa – no puede ser egoísta. La autenticidad solo se acredita con un proyecto de identidad que tenga consistencia al margen del propio yo, es decir mediante una referencia explicita a la comunidad”.

Byung-Chu- Han pone sin embargo en duda la posibilidad de la armonía entre la autenticidad y la comunidad. Pero sean o no válidas sus objeciones, el hecho es que Juan Muñoz puso en obra un teatro donde es susceptible de realizarse dicha armonía, por cuanto sus protagonistas no son individuos, excepcionales o comunes y corrientes, sino arquetipos que remiten claramente al imaginario social y con los que por lo mismo es posible identificarse. O establecer afinidades electivas  capaces de sacarnos del encierro en nosotros mismos.

Pedro Medina, el islario y la anomia.

 

En este libro portentoso de Pedro Medina obran tanto la pulsión enciclopédica como el Big bang, tendencias contradictorias puestas e al servicio de la inteligencia de la que él mismo califica de “sociedad en red”, cuyo protagonista no es la tumultuosa muchedumbre de los motines sino la inasible y proteiforme multitud de singularidades reivindicada por Toni Negri y Michael Hardt.  Y cuya temporalidad es la contemporaneidad, entendida como concurrencia simultánea de temporalidades disimiles y con frecuencia discordes, que resisten tenazmente a la reducción a un tiempo unitario y homogéneo. En  un momento dado quise calificarlas de <<discretas>> en el sentido matemático del término, pero renuncié a hacerlo por que para Medina ninguna de estas temporalidades coexistentes admite el cierre o la clausura, entregadas como están a los cambios, las hibridaciones y las yuxtaposiciones. Esta contemporaneidad, aunque no carece de evolución, Medina las concibe sin origen o comienzo absoluto.

La heterogeneidad radical de lo contemporáneo supone un enorme desafío a quienes, como Pedro Medina, intentan captarla utilizarla utilizando el paradigma del libro. La linealidad inexorable del texto impone restricciones que deben ser superadas si se quiere que ser congruente con la naturaleza de la contemporaneidad, cuyo modelo cosmológico mas apropiado seria el del Big bang,  esa inaudita explosión, esa singularidad irreductible, ese momento fundacional de un universo en expansión irremediablemente fragmentado que se aleja vertiginosamente de sí mismo sin dejar de ser él  mismo. Tal y como lo hace este libro que, respondiendo a la voluntad enciclopédica de su autor, se esfuerza por captar y otorgar sentido a los omnipresentes flujos de información que dan cuenta de acontecimientos y situaciones, de equilibrios y catástrofes, de instantes y duraciones, de individuos y multitudes, de potencias, poderes y empoderamientos, de estéticas y de éticas, de memorias y desmemorias y – cómo no – del crecimiento exponencial de interpretaciones y macro y micro relatos. El libro lo  consigue a fuerza eso sí de transformarse en un hipertexto, cuya inevitable conexión con la red lo convierte en una invitación constante a realizar asociaciones y derivas o a dejarse arrastrar en cada uno de sus puntos por sus correspondientes líneas de fuga. Un libro interminable, un Aleph borgiano, un libro laberintico a la manera de la rayuela cortazariana, que para ofrecer un asidero a dichas derivas y un menú de navegaciones posibles acude a la imagen subyugante del archipiélago. O para ser precisos a la de islarios, incluida con toda razón en su título. La biblioteca de Babel, Cosmos, Communitas, Mínima moralia, Cárcel de amor, Terra Inquieta o Utopía son algunos de los nombres mas topológicos de las islas que lo componen y que me aventuro a pensar que son igualmente los nombres, las condensaciones si se quiere, del ingente cúmulo de deseos, experiencias vitales, necesidades, lecturas e investigaciones realizadas por su autor que son la materia prima de esta obra admirable.

Su título contiene  otra idea poderosa, la de la anomia digital. La anomia es un concepto que desde que fue acuñado por Emile Durkheim hace mas de un siglo ha sufrido diversas interpretaciones y reelaboraciones que son otras tantas pruebas de su fecundidad y su necesidad. En manos de Pedro Medina se transforma en un instrumento muy apto para diseccionar el stimmung, el estado de ánimo de todos aquellos a quienes la sociedad digital tiende a privar de las destrezas, los hábitos, las convicciones y los rituales que son la materia misma de sus vidas, la materia que ahora se desvanece sin dejar rastro en la inmaterialidad del ciberespacio. Él no elude la dimensión trágica de esta anomia, pero al mismo tiempo reivindica las posibilidades que ofrece al despliegue de perspectivas críticas capaces de poner en cuestión los medios y las estrategias de control social que asedian a la sociedad en red.

Christo y Jeanne-Claude y la resignificación de los monumentos.

 

“Resignificar el monumento” es la consigna enarbolada por quienes en América, tanto la anglosajona como la latina, proponen alternativas al derribo de estatuas y la destrucción de monumentos considerados símbolos inadmisibles de un pasado ignominioso. Y si bien es cierto que hasta la fecha la han enarbolado sin tomar en cuenta o por lo menos citar  los ejemplos mayúsculos ofrecidos por Christo y Jean-Claude, lo cierto es que a partir de ahora no podrán hacerlo sin referirse a la vía libre otorgada por las autoridades de Francia  a la realización de un antiguo proyecto de esta admirable pareja artística: el Arco del Triunfo de Paris. El monumento par excellence de la capital francesa,  la mas sonada y recordada  celebración de la gloria del imperio francés y su refundación napoleónica. Empacar entonces como resignificación, como omisión o neutralización temporal de la retórica del monumento en beneficio de la exaltación de la dimensión estética y el refinamiento espacial de su extraordinaria fábrica.

Tiene antecedentes desde luego, en el mismo Paris, donde en 1985 la pareja empacó al venerable Pont Neuf. Pero entre todos los proyectos de esta índole, destaco el empaquetamiento del Reichstag de Berlín en 1995. Y no porque desde un punto de vista estético sea mejor cualquier otro de ellos. O porque su realización haya supuesto un enorme desafío técnico. No. Lo digo porque dicho empaquetamiento dio lugar a una extraordinaria fiesta popular, la misma que sería bienvenida en todas las oportunidades en las que se resignificara de hecho y no solo de palabra un monumento. Durante las largas semanas del verano de aquel año una multitud alegre, enorme, tumultuosa, ocupó la plaza de esta sede histórica del parlamento alemán y los prados aledaños del Tiergarten, animada por músicos callejeros, bandas de rock anónimas, títeres y marionetas y  performances vario pintos,  amen de chiringuitos improvisados, cervezas y cantidades kilométricas de salchichas. Y sobre todo por el convencimiento intimo de que aquel empaquetamiento era la mejor manera de poner  punto final a una historia que había comenzado a cerrarse 6 años atrás con el derribo del Muro de Berlín, motivo y resultado de  una de las mas arduas batallas ideológicas y políticas libradas en el curso de la Guerra Fría. Pero es este el único episodio conflictivo entrelazado con la existencia del Reichstag. Erigido en 1894 por la monarquía guillermina, deseosa de exhibir su poder ofreciendo tan imponente sede a los representantes del pueblo alemán. Quemado por los nazis en 1933, en una clásica operación de bandera ajena, con el fin de liquidar la república de Weimar e imponer una dictadura fascista. Y restaurado de prisa y corriendo solo para ser víctima pocos años después de los devastadores bombardeos aéreos anglosajones y de los violentos combates librados por el ejercito soviético en abril de 1945 en torno al bunker donde Hitler y Goebbels terminarían suicidándose. Permaneció mudo y en ruinas durante la Guerra Fría y solo volvió a la luz con la reunificación de Alemania, el traslado de la capital de la RFA a Berlín y la ambiciosa obra de restauración coronada por una cúpula acristalada diseñada por Norman Foster.

En aquel verano esta historia de horrores parecía definitivamente superada y el Reichstag empacado en deslumbrante tela de aluminio era una montaña mágica, el ingrávido asidero de los mejores sueños y las mas confiadas esperanzas de un pueblo dispuesto a  pasar página y emprender un nuevo camino. Yo celebro haber estado allí.

El barroco contra el barroco.

José Maldonado abre su exposición en la galería Aural de Madrid con un cuadro dedicado 4´33´´, la emblemática obra de John Cage que funciona como la clave que permite descifrar las intenciones que subyacen en el conjunto articulado de cuadros blancos y negros que la componen. En 1951, Cage entra en la cámara anaecoica de la Universidad de Harvard y en vez de escuchar como quería el silencio absoluto escucha los soterrados sonidos generados por el torrente sanguíneo y el funcionamiento igualmente incesante de su sistema nervioso. Así descubrió que no hay escucha sin quién le escuche ni sonido que no sea el silencio de otros sonidos. La pieza 4´33 ´´ es el corolario de esta revelación: el silencio de la música permite escuchar lo que la música acalla.

Maldonado hace suyas estas lecciones de Cage para pintar los cuadros que componen esta serie en los que además contraría la convicción de Ad Reinhadt de que el negro de sus “Ultimate painting” era o es negro, solo negro y nada más que negro. El negro de los cuadros de Maldonado está por el contrario grávido de mensajes. Mensajes cifrados en código Braille que solo pueden leer con quienes están ciegos porque para el resto de los mortales no son más que puntos negros impresos en la negra superficie de los cuadros. Del mismo modo que solo podemos ver o entrever los distintos matices que modulan sutilmente dicha superficie, que, en cambio, los ciegos pueden tocar mientras buscan en el cuadro las palabras que componen tales mensajes.

Podría decirse que estos juegos dialecticos entre el ver y el no ver y entre el ver lo que no podemos ver, no son más que variaciones del propósito perseguido por Reinhardt con su reducción de la pintura a la mínima pintura posible: liberar a la mirada de los motivos que la hacen mirar para reducirla al solo acto de mirar. Al mirar solo por mirar.  Pero el título de esta magnífica serie de obras de Maldonado- “Postrimerías”- nos advierte que con dichos juegos él, fugitivo de la lógica del minimalismo, lo que está haciendo es continuar en su tarea de desmantelar el barroco con el fin de utilizar sus recursos para decir lo que el barroco histórico nunca dijo.  O nunca quiso o nunca pudo decir.

Los mensajes cifrados en dos de sus cuadros son en realidad los títulos de dos impresionantes pinturas de Valdés Leal: “In ictu Oculi” y “Finis Gloriae Mundi”, que por sí mismas bastan para justificar la acusación de “nihilismo” que Nietzsche lanzó contra el cristianismo dada su radical devaluación de los poderes, los saberes y las riquezas de este mundo, víctimas irremediables de la muerte. Pero si esta devaluación del mundo la puso Valdés Leal al servicio de la confianza en el mundo que aguarda al fiel después de la muerte, la negación del mundo que suponen las paradójicas pinturas para ciegos de Maldonado puede en cambio interpretarse como el “purgante” capaz de librarnos de la intoxicación visual causada por el oculocentrismo compulsivo de nuestra época – tal y como lo ha hecho Armando Montesinos. La purga que nos permitiría recuperar la mirada ahora completamente distraída.

 

(08.09.2021)

Valcárcel Medina oficiante

Ayer, en víspera de los festejos que desde hoy celebran la boda del arte y el mercado, Isidoro Valcárcel Medina ofició un servicio que me atrevo a calificar de misa laica, de misa de cuaresma. Fue en el teatro del Centro Conde Duque de Madrid, donde un centenar de fieles asistimos a una performance que él calificó de “función”, como en los buenos viejos tiempos, en cuyo escenario se hizo presente después que cuatro perfomer a los que califica de “danzantes”, pegaran de manera aleatoria, tanto en las paredes como en el suelo, 123 carteles numerados de 1 a 123. El entró, puso sobre la mesa un atril y luego se dedicó a recoger los carteles de mayor a menor, invirtiendo el orden numérico: 123, 122, 121…Cierto, una obra nueva, en terreno escénico nuevo, pero desde luego nada sorprendente para quienes hemos seguido durante muchos años, la trayectoria de un artista que es un referente estético pero sobre todo un referente estético. O mejor: un artista en cuya obra la coherencia entre ética y estética es verdaderamente excepcional. Porque ese escenario escueto, esa mesa minimalista, esos carteles numerados a mano, esos cuatro danzantes vestidos con traje de calle, y la acción misma de desordenar para luego ordenar lo que no eran más que números, eran, son, congruentes con la ética de la austeridad y la pobreza de quien se ha empeñado en contrariar por sistema la lógica del mercado del arte. Su inevitable espectacularidad, su propensión al impacto visual, el exceso y  la alegoría. Y tan asediado hoy más que nunca por maniobras especulativas que subordinan la obra de arte hasta el punto de reducirla a moneda de cambio.

<<Función 1,2, 3 >>, el título de esta obra que, como un oficio de cuaresma, nos recordó cuan vacuo  es todo aquello de lo que solemos envanecernos.

(08.09.2021)

La metamorfosis de los pájaros.

Viendo esta opus prima de Catalina Vasconcelos sentí hasta qué punto estamos atrapados en un acelerador de partículas en las que las partículas somos nosotros y el acelerador el  mismísimo capital. Porque si algo tiene de rotundo esta morosa primera película de la joven realizadora portuguesa es su negativa a someterse al  motion is emotión, alfa y omega del cine de Hollywood, su principio y su más obstinada finalidad. Tan congruente con la adopción por la modernidad del modelo dinámico de la energía diseccionado meticulosamente en  su “Estética  fósil” por Jaime Vindel. Vasconcelos se niega a hacer cualquier concesión, componiendo una película cuyo modelo si se quiere es el detallado y amoroso repaso de un  álbum familiar. Esta singular metamorfosis está articulada por imágenes fijas, fotogramas duraderos, que dan pie – nunca mejor dicho – a comentarios de voces en off que van enlazando unos con otros, sin ceder nunca a la tentación del  absorbente desarrollo lineal del drama o la tragedia. Podría decirse que dichos comentarios son divagaciones, caminatas sin rumbo por las sendas perdidas del bosque, que entre todas van arrojando luz sobre la vida y sobre todo sobre los recuerdos que conserva de ella Vasconcelos. Un padre marinero siempre ausente, una madre dedicada a la crianza de seis hijos y los propios hijos que, como pájaros, terminan volando lejos del nido tan obstinadamente guardado por la madre. Un tema como cualquier otro, protagonizada por gente como cualquier otra, abordado sin dar lugar a estridencias y sobresaltos e iluminado por la voluntad de la directora de asociar a su madre con la naturaleza, mejor con la Madre Tierra, de la que es parte indispensable y en la que se arraiga y se eleva al cielo con el ímpetu sin apremios de los árboles. Si me dieran a elegir un episodio que fuera la clave de este filme elegiría aquel en el que el padre ya jubilado, sentado ante un gran espejo con los folios del guion entre las manos, le reprocha falta de verosimilitud. Has cambiado hasta mi nombre- exclama entre sorprendido y atónito. Pasando así por alto la naturaleza del trabajo de la memoria sobre los recuerdos, las “huellas mnémicas” que diría Freud, que son sujetas por la imaginación a una constante reelaboración, cuyo producto más subyugante y enigmático son los sueños. Y su versión diurna: el cine.

Otro sí. Si aceptamos que el pájaro, al igual que la mariposa, son alegoría del alma, la metamorfosis pájaros resultaría en este caso ser la del alma de Catalina Vasconcelos o mejor aún, la de las almas de su familia.

La naturaleza después de la naturaleza.

El verano que está a punto de abandonarnos me deja el recuerdo de dos exposiciones de un  arte que podría calificarse de arte después de la naturaleza. De la naturaleza tal y como todavía hoy la imaginamos, con sus montañas, bosques y praderas, sus lagos, playas, mares y océanos. Libre como el viento y las nubes. La naturaleza que se convierte en impetuoso objeto de deseo cuando nos sentimos más atrapados que nunca en los laberintos urbanos y en imagen sacra de lo que estamos destruyendo sin remedio, cuando nos llegan las noticias de incendios pavorosos, inundaciones devastadoras y calores extremos en todo el planeta.

Las dos muestras a las que me refiero toman distancia de ese paraíso al borde del abismo. La primera, Agrilogística, porque nos muestra cuan poco natural ya es la propia naturaleza. Y lo hace recurriendo al ejemplo holandés, en el país en el que es más evidente que en cualquier otro de los que tengamos noticia, de que la naturaleza, tal y como la conocemos actualmente es el resultado de milenios de nuestro trabajo sobre ella. Trabajo físico, de roturación, canalizaciones, diques, siembras y cosechas, crianza e injertos, pero también trabajo de la imaginación. Al fin y al cabo el paisajismo se constituyó como género pictórico de extraordinaria importancia precisamente allí, en el país que literalmente se ha hecho quitando tierras al mar. Por lo que no sorprende que haya granjas como la granja que centra la película con la que Gerard Ortín, el autor de Agrilogística, disecciona con la frialdad de documentalista riguroso y los aciertos rítmicos de un gran compositor todas las secuencias del trabajo bajo techo y a temperatura regulada realizado una granja que en realidad es una fábrica automatizada. Que por lo mismo se ofrece como una invulnerable burbuja tecnológica, como el Arca de Noé en la que los happy few pueden salvarse de la anunciada cuarta extinción de la vida sobre el planeta. (Está abierta en La Capella de Barcelona).

After Nature es la otra exposición. Es de Claudia Comte y cierra hoy sus puertas en el museo Thyssen de Madrid. Cargada de optimismo ofrece un anticipo de la subyugante belleza que tendrá la naturaleza enteramente artificial que está a punto de sustituir a la naturaleza tal y como hasta ahora la hemos conocido. Resulta tan elocuente como sintomático que las esculturas de madera que inspiran sus versiones digitales hayan sido talladas en árboles talados en la Amazonía.

(22.08.2021)

American framing.

“American framing” es el título de la desafiante intervención en el pabellón de América en la bienal de arquitectura de Venecia, realizada por  un equipo de arquitectos respaldados por la Universidad de Chicago, cuyo propósito es revindicar la faceta más popular y versátil y al tiempo la menos estudiada y celebrada. La arquitectura articulada por la wood-framing -armazón o esqueleto de madera – tanto o más representativa de la tradición arquitectónica de dicho país que la versión idiosincrásica del neo clasicismo acuñada por Thomas Jefferson. Los responsables del pabellón se quejan sin embargo que la misma, “a pesar de su importancia, una variedad de prejuicios y de hábitos” hayan impedido que ocupe su justo lugar “en el discurso intelectual, que tiende a concentrarse en lo exótico mientras ignora lo ordinario”. Este defecto tiene sin embargo una notable excepción, representada por el libro “Contexto como arquitectura” del arquitecto español Carlos Salazar Fraile (micromegas, 2015) que, partiendo de la programática casa de Frank Gehry en California, realiza un brillante análisis de la arquitectura wood-framing, sus implicaciones y consecuencias. Alguien tendría que traducirlo al inglés para ayudar corregir esta notoria falla en el discurso teórico sobre su propia arquitectura de los americanos.

La pintura de la indiferencia.

Siempre he pensado que si la sociedad entera no se indigna por las masacres en Colombia o en Gaza es por el doble rasero que los medios occidentales aplican a las informaciones sobre graves violaciones de los derechos humanos: dan un grandísimo despliegue a las cometidas en los países que  Occidente considera enemigos y omite o minimiza hasta extremos irrisorios las cometidas en los países amigos. La lectura reciente de un ensayo de Griselda Pollock sobre la obra de Alfredo Jaar referida a las masacres en África me ha llevado a matizar esta convicción. La gran historiadora del arte femenino parte de la lectura que Auden hace, en su poema de 1939  Musée des Beaux Arts, de La caída de Ícaro, el espléndido cuadro de Pieter Brueghel El viejo, que pone en escena la diferencia crucial entre el arraigado mundo del trabajo y la esfera ingrávida a la que se eleva el observador desinteresado. Ella  parte del hecho evidente de que la caída de Ícaro en el mar es poco más que un detalle que ocupa un rincón del cuadro y que sucede sin que nadie en el cuadro le preste atención.  “Para Auden – escribe – la pintura de Brueghel hace visible la indiferencia (…) que no ha de calificarse de falla moral o falta de compasión. Con justicia, [los personajes del cuadro] viven en el tiempo de sus propios procesos vitales, haciendo lo que hay que hacer para continuar la vida. La historia no es asunto de ellos. La vida sí. La tierra debe prepararse para la siembra. Los animales han de ser criados por su carne y para tejer sus vellones. El transporte de bienes y de gente debe continuar. La hybris de Ícaro, la excelencia trágica del deseo humano de dejar la tierra y derrotar creativamente sus ritmos ctónicos mediante la acción de volar, se muestra como algo trágicamente contrario a los ritmos necesarios del trabajo de las personas”.

Indignadas

La importancia de “Indignadas”, el libro gráfico de  María María Acha-Kutshner, es difícil de exagerar. Pocos objetivos para un proyecto artístico puede hoy ser más importantes que el de convertir al feminismo en la cifra y en la clave de la indignación contemporánea. La que invocó con éxito Stephan Hessel, en un ensayo escrito y publicado en 2010,  cuando la juventud se echaba a la calle para demostrar su radical inconformidad con un mundo que no les aseguraba otro futuro que el de la precariedad y la desesperanza. Un llamamiento que sin embargo aún podía ser leído en clave patriarcal, por lo que hacía falta hacer lo que ahora ha hecho esta extraordinaria artista peruana que es tanto mexicana como española: interpretar la ubicua y proteiforme indignación multitudinaria en clave feminista. O lo que viene a ser lo mismo: ofrecer a la mujer, al género femenino si se quiere, como modelo de interpretación y actuación a todos las insurgencias que hoy tienen a cargo de nuestra esperanza. Y desde luego como modo de sensibilidad, de imaginación, de inteligencia. Es darle por fin contenido al hecho de que la esperanza, la revolución, la libertad son palabras de género femenino. De allí que este libro deslumbrante sea simultáneamente un catálogo visual de las protestas que por los más diversos e incluso contradictorios motivos están quitado el sueño a los dueños del mundo. Y que aunque con frecuencia están motivadas por razones que no encajan en la agenda digamos ortodoxa del feminismo, han tenido siempre a las mujeres como las protagonistas más lúcidas, laboriosas y apasionadas.

Viendo y leyendo esta obra no pude menos que pensar en el activismo grafico de las Guerrillas Girls e inclusive en el de Emory Douglas, el inolvidable artista del Black Power. Pero creo que María María ha ido   más lejos de donde ellos fueron. Y precisamente por el tamaño vertiginoso de su ambición: convertir a la mujer en el símbolo de la resistencia y la esperanza en el mundo.

Leyendo el arte sonoro.

Es el título del coloquio centrado en el arte sonoro realizado ayer en la Freijo Gallery de Madrid, que resulto la mar de interesante. Por la vieja guardia participaron José Antonio Sarmiento, poeta visual, docente, historiador y extraordinario editor. Y José Iges, artista, compositor, ensayista e infatigable activista, quien actuó como moderador. Intervinieron por la nueva guardia, por la generación que está tomando el relevo de los maestros en las investigaciones en el campo polimorfo del arte sonoro, Miguel Álvarez Fernández- autor de “La radio ante el micrófono. Voz, erotismo y sociedad de masas” – e Isaac Diego García Fernández, autor del libro de entrevistas “Conversaciones en Nueva York. Sobre arte sonoro, música experimental e identidad latina”. Ambos títulos altamente recomendables. Como lo es “Ólobo: una revista de música”, la impresión en papel de una recopilación de textos publicados en la legendaria revista dirigida por Sarmiento, que tanto contribuyó a dar a conocer entre nosotros las reflexiones sobre el arte sonoro de artistas como Cage, Duchamp, Kaprow, Moholy-Nagy, Brecht, Marchetti, Barber, Schaffer o el propio Pepe Iges. Libro también imprescindible.

Al final del coloquio los cuatro ofrecieron una respuesta a mi pregunta sobre qué es el arte sonoro. Todos coincidieron en remarcar cuán inasible es este objeto artístico inclasificable. Aún contado con esta dificultad, Iges se atrevió a subrayar dos de sus atributos más relevantes: la primacía del sonido y su carácter indisciplinado. Miguel calificó al arte sonoro de arte de la escucha que supone una ética, la de estar abierto al otro y a lo otro.  Isaac lo situó en el ámbito de la lucha por la imposición de la narrativa dominante. Tal y como ocurre, según él, en la escena neoyorquina, donde el Upper town es el territorio simbólico dominado por las potentes vanguardias musicales europeas y el Dow town, que lo sería del arte sonoro, considerado además un arte genuinamente americano. Sarmiento insistió en la dificultad de dar una definición de un arte que antes bien las cuestiona a todas y recordó que el termino como tal comenzó a utilizarse hace apenas 25 años.

Acromática. Mabi Revuelta.

Los contenidos de esta gran retrospectiva tan admirables como su puesta escena en la que se ha jugado sabiamente con las infinitas posibilidades ofrecidas por el ajedrez. El juego que es más que un juego, que es una cifra del universo si se quiere, donde la regla y la imaginación celebran el mismo duelo sin fin que se juega en el arte. Por lo que tiene todo el sentido del mundo la decisión curatorial de Susi Blas de adoptar al ajedrez como canon de interpretación, disposición y exposición de esta deslumbrante cala en la polifacética obra de Mabi Revuelta. Y de convertir por consiguiente el conjunto en una insólita partida de ajedrez en la que se juega ajedrez dentro del ajedrez. O para ser precisos: en una inmortal partida de ajedrez jugada simultáneamente por la misma jugadora en varios tableros. En cuatro en realidad. Porque las obras expuestas están agrupadas en cuatro capítulos o partes que corresponden con cuatro eras que son tanto del ajedrez como del arte: la romántica, la científica o clásica, la hiper moderna y la dinámica. Eras, etapas o momentos de una historia que arranca en 1830 y llega hasta nuestros días y en la que se entrelazan las obras de Mabi Revuelta con los grandes nombres del ajedrez y del arte. Es una historia y también un itinerario, un recorrido espacial que abre y cierra Acromática, las dos películas que dan nombre a esta exhibición y que para mi constituye una brillantísima apropiación de las lecciones impartidas por el Oscar Schlemmer del Ballet triádico, en la que resuena las ofrecidas por Marcel Duchamp y desde luego por esa pareja incomparable formada por Merce Cunningham y John Cage.

La rampa de Hallifax de Bil Brandt.

 

“Rampa en Hallifax” es probablemente la más sombría entre todas fotos sombrías que en el mundo han sido. Bill Brandt la captó en una callejuela de dicha ciudad inglesa e hizo una primera copia que tuvo tanto éxito que no dudó en hacer unas cuantas más, en las que se  esforzó por suprimir hasta anularlos aquellos detalles de la arquitectura del imponente volumen que domina la escena, que podrían trivializarla. Él siempre fue un mago del revelado, un alquimista en la era de la nueva objetividad fotográfica. Y si volvió una y otra vez sobre esta imagen fue porque comprendió que era la perfecta alegoría del stimmung, del estado de ánimo verdaderamente sombrío de una época que ofrecía abundantes motivos para generarlo. La foto está fechada en 1937, cuando la invasión japonesa de China se sumó a la intervención de las potencias fascistas en la guerra civil española, para advertirle  hasta a los más cándidos que una nueva y aún más catastrófica guerra mundial era tan inminente como inevitable. Georg Lukács, ese filósofo de la alienación y la reificación, había calificado a Ser y tiempo de Martín Heidegger y sus reflexiones sobre “el ser para la muerte” de “Miércoles de ceniza” de la  burguesía alemana. Y no le falta razón a Ramón Esparza – el comisario de la extraordinaria antológica de Bill Brandt en las salas de la Fundación Mapfre de Madrid – cuando subraya el papel crucial de lo “siniestro”, del unheimlichkeit freudiano, en su obra. Tan vasta y compleja y sin embargo tan unitaria. Otro sí: el retrato de Francis Bacon, la vera imagen del desasosiego.

Sueño y mentira: el meridiano de Manila.

El Palacio de Cristal, que hoy día nos parece tan modesto  y que en su día resultó magnifico, es un espacio de exposiciones que plantea a los artistas que allí exponen un gran desafío. Y no es fácil acertar, como lo demuestra la mayoría de las exposiciones de artistas contemporáneos realizadas allí en las últimas décadas. Entre las que han resultado satisfactorias por no decir sobresalientes no se encuentra desgraciadamente la de Pep Agut inaugurada hace pocos días. Yo diría que se le abona la intención de evocar el origen colonialista de este palacio, obra del arquitecto Ricardo Velázquez Bosco, y construido exprofeso para la celebración de la “Exposición general de las Islas Filipinas”, inaugurada en 1887 por la reina regente María Cristina. Pero solo la intención, porque la evocación se queda realmente corta. Es tan elíptica, tan comedida, que apenas araña una historia que es tan problemática y hasta trágica como ha sido la historia de España desde entonces. Porque esa réplicas en yeso de los columnas de hierro que sostienen el palacio rotas y tiradas por el suelo, pueden ser interpretadas como imágenes de la ruina definitiva del Imperio español, precipitada por su derrota en 1898 por el Imperio americano en impetuoso ascenso. Pero no dice nada del contenido de aquella exposición que, muy acorde con el zeitgeist de la época, mezcló la exhibición de las riquezas naturales de las Filipinas con la exposición de abundante material etnográfico sobre usos y costumbres de los pueblos originarios del archipiélago, considerados como otros tantos recursos naturales y/o  como objetos de generosos procesos de evangelización y civilización aún no consumados. No habría sido del todo inútil que Agut hubiera traído de algún modo a cuento esta faceta ominosa de la historia del palacio, hoy  cuando se renueva con ímpetu la reivindicación del pasado imperial.

Georgia O´Keeffe en el Museo Thyssen de Madrid.

Georgia O´Keeffe en el museo Thyssen de Madrid.

Pintar motivos que no tengan más motivo que la propia pintura. Pintar calles, paisajes, cráneos, flores, sobre todo flores que  solo existen por y para la pintura. Pintura que no es una  ventana ilusoria ni una alegoría ni un jeroglífico. Pintura que se vuelve sobre sí misma, como el agua solo es agua cuando gira sobre sí misma en un remolino. Pintar por pintar, pintar y solo pintar.

Moisés el egipcio.

El descubrimiento en Egipto de las ruinas de una ciudad cuya construcción atribuye al faraón Amenhotep III el arqueólogo al mando de las excavaciones, me ha hecho volver sobre la fundación del monoteísmo, ese episodio crucial de la historia de la humanidad. La ciudad o por lo menos su templo se habría llamado El ascenso de Atón, el nombre del dios sol proclamado como único dios por Amenophis IV, el faraón hijo de Amenhotep III y esposo de Nefertiti. Su muerte, al cabo de 17 años de reinado, facilitó el retorno del politeísmo promovido por la poderosa casta sacerdotal que lo defendía. Dando lugar a la deportación de los monoteístas a Palestina, entonces un protectorado egipcio. La deportación que relata a la vez que enmascara el  Éxodo bíblico, según han argumentado convincentemente los hermanos Messod y Roger Sabbah en su libro Les secrets de l´Exode. L´origine égiptienne des hébreux. Su lectura no despeja todas las dudas e interrogantes pero sí que permite reconocer la importancia de la deuda contraída con Egipto por la cultura judía.

Guillermo Pérez Villalta en su laberinto.

El título de la extraordinaria exposición de Guillermo Pérez Villalta en la sala Alcalá 21 de Madrid no podía ser más adecuado: El laberinto del arte. Y lo es tanto porque su formidable dispositivo espacial está inspirado en el laberinto como porque el arte que expone es laberíntico. Nada en él es simple, directo, inmediato, sino que por el contrario busca deliberadamente la elipsis, el escorzo, la diagonal, el extravío de la mirada expectante en los muchos planos que se pliegan y repliegan en la obra. Extravío de la mirada y dispersión del sentido: sus pinturas son acertijos o emblemas y sus esculturas, muebles o piezas de orfebrería son jeroglíficos o alegorías que jamás agotan su sentido. La respuesta al desafío del laberinto es el hilo de Ariadna, que creo descubrir en el cuadro de Pérez Villalta que para mí condensa el programa iconográfico y estético al que obedece el conjunto de su arte. Además de exponer los motivos de su altanero desdén por las modas y las tendencias artísticas y culturales hegemónicas, tan anglosajonas, tan nórdicas, así como su reivindicación de la tradición clásica, cuyo escenario histórico y legendario es el Mediterráneo. El mar cuadro se titula precisamente <<Diálogo sobre la posibilidad de un arte mediterráneo>> y su organización espacial es vertiginosa, como la de un remolino que arrastra con fuerza la mirada hasta el fondo del cuadro, que no es otro que el mar ocupando paradójicamente el lugar del cielo. Pero eso ocurre solo en el primer vistazo, porque cuando la mirada hace una pausa, se detiene y regresa sobre sus pasos va descubriendo la complejidad de una pintura que se niega a entregarse de golpe y que por el contrario demanda atención, detenimiento, reflexión. Es cuando uno se percata de que está enmarcada por un balcón que nos advierte que la pintura es una ventana abierta sobre un mundo, que sin embargo es tan ilusorio como ella misma. Como lo son la cortina que enmarca al balcón y el racimo de uvas en un plato, que evocan la célebre contienda sobre la verosimilitud de la pintura librada por Zeuxis y Parrasio, el primero pintando las uvas que engañaron a los pájaros y el segundo la cortina que engaño a su muy calificado rival.

En el centro puramente geométrico del cuadro aparecen los personajes del diálogo, en una terraza entrelazada con la urdimbre de terrazas, jardines y poliedros que remite a la arquitectura blanca e impoluta de las medinas y a su matriz soterrada: el laberinto del minotauro. Ese cuyo plano aparece pintado junto al racimo de uvas y las otras frutas. Urdimbre y laberinto en los que mirada se demora y dilata antes precipitarse al mar que, como una banda de Moebius, aguarda solo para devolverla sobre sí misma. Lo confieso: jamás terminaré de ver este cuadro.

Jaime Vindel: la termodinámica y la fotografía.

El impacto la termodinámica en la sociedad, la cultura y el arte centran el ensayo<< Entropía, capital y malestar: una historia cultural>> con el que  Jaime Vindel participa en la recopilación Comunismos por venir, editado por el Macba, y que anticipa contenidos que estarán incorporados y ampliados en su libro Estética fósil. Imaginarios de la energía y crisis ecosocial, que va a presentar en el Macba en compañía de César Rendueles. Vindel presta singular atención en su ensayo al impacto de la termodinámica en las obras de Karl Marx y de Walter Benjamin, a quienes critica por su <<tecno optimismo>> desde una perspectiva ecosocial que se esfuerza por tomar distancia del paradigma energético conceptualizado por la termodinámica y que le lleva  a sentenciar, refiriéndose a Benjamin: << Con el ensayo sobre la reproductibilidad técnica sucede algo similar a la lectura que hoy nos proporciona el Manifiesto Comunista (1848): su potencia retórica como dispositivo de agitación política es inversamente proporcional a la actualidad de su filosofía de la historia. Esta debería ser depositada en un contenedor de reciclaje teórico>>.

Una afirmación tan contundente merece que se la matice, inclusive desde la perspectiva de la crítica ecológica al modelo energético basado en los combustibles fósiles actualmente imperante. Porque, aunque es cierto que este debe ser arrojado al basurero de la historia si queremos sobrevivir, no lo es menos que al hacerlo debemos distinguir entre la locomotora, el automóvil o el avión y la cámara fotográfica. Porque si los primeros son motores en el sentido fijado por la termodinámica, tal y como lo señaló Jean Marie Schaffer,citando a Gilbert Sismondi, el dispositivo fotográfico no es una máquina termodinámica sino una máquina cibernética, cuya finalidad esencial no es transformar flujos de energía en movimiento sino modular flujos de información. Y de hacerlo con un gasto de energía infinitamente menor al usado por el automóvil o el avión.

A este matiz cabe añadir el introducido por la ambigüedad de la relación de Benjamin con la fotografía, que desnuda la comparación entre su ensayo Pequeña historia de la fotografía (1931) y La obra de arte en la época de su reproductividad técnica (1937). En el primero es evidente la influencia del ensayo La fotografía publicado por Sigfried Kracuaer en 1927 que contiene una fulminante descalificación del papel que la prensa otorga a la fotografía: <<Nunca hasta ahora una época ha informado menos sobre sí misma. La institución de las revistas ilustradas es, en manos de la sociedad dominante, uno de los más poderosos instrumentos de huelga contra el conocimiento […] La <idea-imagen> desaloja a la idea, la tempestad de la fotografía traiciona la indiferencia frente al significado de las cosas>>. Una descalificación que Kracauer extiende a las fotografías que reproducen obras de arte, cuya << violenta afluencia>> aniquila << toda consciencia de sus rasgos distintivos>>. << Las obras de arte, a través de su reproducción, encuentran justamente este destino>>.

Todavía hoy es difícil encontrar una réplica más tajante a la exaltación por Benjamin del papel de la fotografía en la disolución del <<aura>> de la obra de arte en La obra de arte en la época de su reproductividad técnica. Sólo que Benjamin no prestó oídos sordos a la misma, como atestigua su Pequeña historia de la fotografía, escrita 4 años después, que, aunque reconoce implícitamente la degradación que ha traído consigo la fotografía, responde a la misma proponiendo una distinción entre dos períodos en la historia de la misma: el de <<auge>> y el de <<decadencia>>. El periodo de auge corresponde al primer decenio de su historia, dominada por la actividad de Hill y Cameron, de Hugo y Nadar>> y el de decadencia a su industrialización. Y cuando él mismo se pregunta por las razones de esta distinción responde que en el primer período << los hombres no miraban al mundo con tanto desarraigo>> y << estaban rodeados de un aura, de un medio que confería plenitud y seguridad a su mirada>>. El aura que, en << términos técnicos>>, << se debía a la absoluta continuidad entre la luz más clara y la sombra más oscura>> y que <<no es el simple producto de una cámara primitiva. Más bien ocurre que en esos primeros tiempos el objeto y la técnica se corresponden tan exactamente como divergen en el siguiente período de decadencia>>. Podría decirse que en La obra de arte… Benjamin anula esta distinción y toma partido por la disolución del aura. Pero también que en su Pequeña historia…fue capaz de entrever la posibilidad de que el aura reapareciera en el período de industrialización de la fotografía como correspondencia entre el objeto y la técnica en una época dominada por el desarraigo.

Estética fósil.

Entre los muchos efectos de la pandemia que hoy padecemos, se cuenta la puesta en valor de La estética fósil, el libro de Jaime Vindel publicado hace pocos días por Arcadia y el Macba. Porque si algo ha hecho la pandemia es demostrar que lo que él llama << la crisis ecosocial>> – en vez de crisis ecológica – es un hecho irrefutable, que el virus antes que enmascarar ha contribuido a desnudar. La drástica reducción de la actividad económica normal, resultado de las duras medidas de confinamiento durante los meses de abril y mayo, redujeron la contaminación atmosférica a tal punto que se hizo evidente la correlación entre ambas. Y el rebrote de la vida animal, simbolizado en las imágenes de cisnes en los canales de Venecia y de una piara de cerdos circulando a la luz del día por las calles de una ciudad gallega, obró a favor de quienes argumentan que esta pandemia hace parte de la aceleración e intensificación del ciclo de epidemias causado por la destrucción de la biodiversidad y por el tratamiento infame que las industrias cárnicas infringen a los animales.

Jaime Vindel piensa que para tomar conciencia realmente de lo que significan los datos que actualmente dan fe de los efectos de la crisis ecosocial es necesario reflexionar sobre los imaginarios sociales que tanto ha contribuido a precipitarla. Para inducir y alimentar dicha reflexión dedica la primera parte de su libro a una minuciosa reconstrucción de cómo, cuándo y contando con qué protagonistas se forjaron en los siglos XIX y XX dichos imaginarios y como se desplegaron en los campos de la política, la sociología, la psicología y la cosmología, etcétera.  Imaginarios que califica de << fósiles>> porque su sustrato material fueron las revoluciones industriales permitidas por la utilización a gran escala de los combustibles de origen fósil: el carbón primero y el petróleo después. El eslabón perdido que une a la imaginación con la materia en estos períodos históricos, Vindel lo encuentra en la <<energía>>, que para él es tanto un concepto científico definido con precisión por la termodinámica como una metáfora que cumple un papel crucial en la articulación de tales imaginarios. Y para evitar los riesgos de un determinismo crudamente materialista, Vindel inserta dicho vínculo en una <<genealogía histórica>> a la que califica de << ciencia diagramática y parcial del caos>>. Una ciencia mas próxima al << plan de consistencia >> deleuziano que al esquema racional kantiano y que hace de su libro un collage.

Añado que Vindel usa el termino << estética>> en sentido lato, como impresión sensible, así en general y no como característica atribuible en exclusiva a las experiencias sensibles que ofrece el arte. Por lo que esta obra suya apenas ofrece referencias al arte en sentido estricto, aunque si se ocupa y de manera extensa dos pensadores que si se ocuparon del arte: Abby Warburg y Walter Benjamin. Dos pensadores que sin embargo se destacaron precisamente por subvertir las fronteras entre el arte y el resto de las actividades y prácticas sociales. El primero yuxtaponiendo en su <<Atlas Mnemosyne>> a las imágenes del arte otras de las más insólitas procedencias y el segundo reivindicando a la fotografía y al cine como los principales agentes de la disolución de la esfera cultual del arte. Vindel le afea sin embargo a este último, que dicha reivindicación la supeditara a los presupuestos energéticos de la estética fósil. Algo que me parece una injusticia, porque la relación de Benjamin con dicho paradigma es mucho mas compleja de lo que él da por hecho.

Pero esta objeción en nada desvirtúa el extraordinario interés de esta obra.

 

 

 

 

 

 

 

 

El Cristo de Leo Ferrari.

La exhibición del Cristo de León Ferrari en su exposición  La bondadosa crueldad en el Museo Reina Sofía de Madrid habría resultado  irritante en cualquier otra navidad que no fuera esta. Su imagen chocante tanto por el patetismo del Cristo como por el reemplazo de la cruz por un caza F-18 americano, habría despertado el rechazo no solo de los creyentes más devotos sino también la de los incrédulos y escépticos para quienes la  Navidad es ante todo una ocasión de fiesta y francachela, cuyo emblema no es el belén sino el pino. Ese vestigio pagano reactivado por el hedonismo sin límite aparente que campa o debiera campar en estas fechas. Aunque no solo en ellas.  Creyentes y escépticos  habrían deplorado que se exhibiera en un museo de tanto impacto mediático como el Reina Sofía una imagen que tan crudamente evoca la tortura y la muerte del redentor en fechas consagradas precisamente celebrar ejemplarmente el triunfo de la vida sobre la muerte.

Pero sucede que estas celebraciones navideñas son también las de ese virus invisible y ubicuo que asedia nuestras vidas exponiéndolas a cada paso al riesgo de una muerte, con frecuencia es tanto o más atroz que la padecida por Cristo. Desde luego no hacía falta que viniera el Cristo de Ferrari para que nos recordara, en medio de la alegría navideña empañada por el virus, la fugacidad de las riquezas y los placeres mundanos y nuestra ineludible condena a muerte. Pero ya que está aquí, ya que el azar interpuesto en la necesidad, ha traído este memento mori a nuestra casa con el diario de la mañana o con la consulta ritual a Internet, no podemos menos que reconocer que desgraciadamente su llegada resulta oportuna. Invoca la muerte cuando menos la deseamos y cuando más necesitamos exorcizarla.

La ambigüedad del conjuro que es a la vez invocación y exorcismo -sustrato de las celebraciones navideñas que hacen coincidir el nacimiento de quien encarna la promesa de una nueva vida con el fúnebre solsticio de invierno – reaparece en el Cristo de Ferrari. Que ha despertado la indignación de los fariseos incapaces de advertir que el acoplamiento heterodoxo de Cristo y el F-18 es también la irritada denuncia de una civilización que se proclama cristiana con el mismo empeño con que con sus guerras sin fin niega el Sermón de la Montaña. De una civilización para la que de hecho Jesús de Nazaret es un hereje.