Mi visita a la exposición retrospectiva de Juan Muñoz en el Patio Herreriano de Valladolid me permitió entender mejor lo que pensé cuando vi su primera exposición individual, que tuvo lugar en la galería Fernando Vijande de Madrid. Entonces quedé sorprendido por la audacia y la originalidad con la que un joven que venia de concluir sus estudios en Sant Martin School de Londres o estaba a punto de hacerlo, irrumpía en la escena artística española desdeñando olímpicamente las lecciones impartidas por Eduardo Chillida y Jorge Oteiza. Nada mas lejos de la toma de partido radical por la abstracción y el constructivismo de las obras de quienes ya eran considerados maestros indiscutidos, que el retorno a la figuración encarnado en las piezas exhibidas en dicha exposición por Juan Muñoz. Retorno que cabía asociar al promovido por Anthony Gormley en Gran Bretaña o por Rober Gober en los Estados Unidos y en esas mismas fechas, pero que ya marcaba diferencias por su sesgo francamente teatral.
El teatro ya no era lo que solía ser. El happening primero y la performance después lo habían dinamitado, desmantelando su aparato escénico, derribando su cuarta pared, despojándolo de texto, voces, personajes e interpretes y anulando o neutralizando la oposición entre actores y espectadores para sugerir que unos podían convertirse en los otros y que el teatro podía confundirse con la vida. Juan Muñoz tomó buena nota de esta transformación, como del hecho de que Carl Andre Eva Hesse o Daniel Buren ya habían allanado a la conversión de la escultura en instalación y al límite en escenografía. Sus obras en consecuencia se convirtieron en escenas teatrales, en representaciones de acciones teatrales interrumpidas o suspendidas sine die, protagonizadas por arquetipos antes que por personajes. Enanos, hombres boya o peonza, chinos idénticos a si mismos, protagonizaron sus instalaciones en abierto contraste con los individuos de carne y hueso protagonistas de las performances.
La performance es el arte por excelencia de la autenticidad, donde el performer se muestra tal y como es, fiel a si mismo y a sus deseos, impulsos e intenciones a las que considera exclusivamente suyas. En la performance él es él mismo y no alguien que se suplanta a sí mismo interpretando a otro, con diálogos, acciones, gestos, mímicas que no son los suyos. Por eso el paradigma del performance, la performance por excelencia, es la del desnudamiento, el acto de mostrarse tal y como se es, sin mascara ni maquillaje, sin el traje con el que rendimos pleitesía a las convenciones y las obligaciones sociales. Byung-Chu- Han, en La desaparición de los rituales, establece un vínculo entre la autenticidad y la clase de sociedad donde “todo el mundo rinde culto al yo” y en la que “cada uno es sacerdote de sí mismo”. Y cita a Charles Taylor, quien considera que la fidelidad a uno mismo “otorga fuerza moral a la cultura de la autenticidad, aún en sus formas mas degradadas, absurdas o trivializadas”. Pero no se le escapa el peligro que representa para la existencia misma de los vínculos sociales, ” el ideal moderno de autenticidad” y la persecución excluyente de “las metas de autorrealización y de desarrollo de uno mismo en las que habitualmente nos encerramos”. Para conjurar este peligro defiende la tesis de que la autenticidad y la comunidad no se excluyen. “La referencia a uno mismo sólo concierne a la forma de autenticidad en cuanto autorrealización” – glosa el filosofo coreano. “pero su contenido – continúa – no puede ser egoísta. La autenticidad solo se acredita con un proyecto de identidad que tenga consistencia al margen del propio yo, es decir mediante una referencia explicita a la comunidad”.
Byung-Chu- Han pone sin embargo en duda la posibilidad de la armonía entre la autenticidad y la comunidad. Pero sean o no válidas sus objeciones, el hecho es que Juan Muñoz puso en obra un teatro donde es susceptible de realizarse dicha armonía, por cuanto sus protagonistas no son individuos, excepcionales o comunes y corrientes, sino arquetipos que remiten claramente al imaginario social y con los que por lo mismo es posible identificarse. O establecer afinidades electivas capaces de sacarnos del encierro en nosotros mismos.