Es estupidez, ineptitud, mala fe o alguna participación inconfesable en los grandísimos beneficios que produce el comercio ilegal de la cocaína la que ha impulsado al gobierno nacional a reemprender la fumigación aérea de los cultivos de coca. Y no lo digo solo por el empleo en los mismos del glifosato, una sustancia que el 7 de junio de 2017 fue incluida por el estado de California en la lista de productos cancerígenos y que Francia e Italia consideran dañina para el medio ambiente. Ni por el incumplimiento o al menos el serio menoscabo del programa que incentiva de sustitución de los cultivos de coca incluidos en los acuerdos de paz con las Farc. Ni tampoco por el decreto que ahora obliga a perseguir a los consumidores habituales.
Yo no quiero quedarme criticando estas funestas decisiones porque lo que de verdad quiero es criticar el motivo de las mismas que no es otro que la siniestra guerra contra las drogas. Esa guerra, irracional donde las haya, que como he dicho repetidas veces aquí nunca se podrá ganar porque es una guerra diseñada para retroalimentarse, o sea, para perpetuarse. Porque si no es así cómo carajos se explica que una guerra declarada por el presidente Richard Nixon el 17 de julio de 1971 -es decir hace ¡48 años!- todavía siga tan campante.
Hace poco el Ministerio de Defensa de Colombia informó que se están cultivando en el país 180.000 hectáreas de coca, 54 mil hectáreas más que las que se cultivaban el año pasado cuando la producción de cocaína se estimó en 1400 toneladas. Repito: 1400 toneladas, producidas después de habernos gastado cientos de millones de dólares en perseguir los cultivos de coca, de haber destruido a los legendarios carteles de Cali y de Medellín, de haber llenado las cárceles y los penales de narcotraficantes de todos los colores, tamaños y pelambres y de haber padecido los incontables horrores de una guerra que no parecía tener fin entre otras cosas porque la alimentaban los dineros calientes de la coca.
Repito, después de tantísimos años de “sangre, sudor y lágrimas”, después de tantos muertos y tantas vidas destrozadas volvemos al punto de partida. No hay derecho. El gobierno no tiene el más mínimo derecho a exigirnos que continuemos en esta guerra estéril, en esta guerra que no nos trae ningún beneficio y que solo beneficia a los narcotraficantes y acaso a la DEA cuyos abultados presupuestos dependen de su perpetuación.
Ella es una de las diosas mayores del panteón yoruba. En África habitaba en los lagos y los ríos y cuando sus devotos cruzaron encadenados el Atlántico, en los siniestros barcos negreros, sufrió una mutación y se transformó en la diosa de la Mar Océano.
Su culto se ha mantenido vivo bajo diversas modalidades sincréticas en Brasil, Cuba y sobre todo en Haití, donde el vudú todavía es la religión mayoritaria a pesar de las obstinadas campañas de evangelización previas y posteriores a la rebelión de esclavos que le dio la independencia.
A nosotros, sin embargo, nos resulta extraña porque en Colombia dichas campañas tuvieron un éxito indudable que consiguió romper, en buena medida, el vínculo histórico entre la población esclavizada y sus ancestros africanos representado por las religiones afroamericanas.
Aún así propuse hace veinte años a Yemayá como el nombre de un evento anual dedicado a las artes afroamericanas. Las artes producidas por quienes en el Caribe y en Norte y Suramérica asumen el legado cultural africano, lo renuevan y actualizan en términos de estéticas, medios expresivos y lenguajes contemporáneos. Son artistas, que al igual que hicieron previamente los músicos de su misma vocación, están asumiendo la representación de los traumas, los conflictos, las exigencias y las esperanzas que el presente depara a los pueblos afros, contando con el pasado del que intenta separarlos el colonialismo residual que todavía padecemos.
El colonialismo fue, entre otras cosas igual de ominosas, la aniquilación de una cultura para permitir la imposición de otra. El colonialismo cultiva deliberadamente la amnesia.
Mi propuesta fue aceptada por la rectoría de la Universidad del Valle de entonces por lo que en 1998 pudo inaugurarse la primera edición del Salón Yemayá. Incluía artistas afrocubanos, mientras que la segunda incluyó a artistas afrobrasileños y la tercera el extraordinario trabajo de documentación fotográfica de las comunidades afros del litoral Pacífico realizado por François Dolmestch, en la segunda mitad del siglo pasado.
Desgraciadamente el proyecto se interrumpió debido a cambios en la política de Univalle pero hoy, gracias a la actual rectoría y al entusiasmo sin desmayo de Darío Henao, ha surgido la posibilidad de recuperarlo y relanzarlo.
Confió en que así sea. Sería un buen complemento del seminario Jorge Isaac y del Petronio Álvarez, festival de músicas afrocolombianas.
Lina Bo Bardi
Su nombre y su obra son muy poco conocidas entre nosotros a pesar de ser ella una de las figuras cruciales de la arquitectura y el arte moderno de Brasil del Siglo XX. Y si la traigo a cuento es porque una exposición de su obra, celebrada en las salas de exposiciones de la Fundación March en Madrid, me ha permitido reflexionar sobre el extraordinario proyecto de modernización emprendido en nuestro mayor vecino en el siglo pasado y que entre los 40 y los 60 del mismo logró realizaciones tan impresionantes como esperanzadoras.
Eran en los años en los que la construcción de Brasilia, la nueva capital del país- en su corazón geográfico y no en su periferia costera- fue la más potente demostración de la voluntad de lo mejor de su clase dirigente de lograr que Brasil rompiera con su opresivo legado colonial, engendrara una ‘civilización tropical’ y emprendiera por fin el camino que debería convertirla en la gran potencia a la que estaba y aún está destinada en convertirse.
Los miembros más lúcidos de dicha clase no se resignaban a que un país -que en realidad es un país-continente medio vacío como lo son los Estados Unidos y Rusia- continuara como un subalterno del primero o como un candidato a ser un subalterno del segundo. Es en el contexto marcado por esta gran ambición que se inserta y cumple un gran papel en los terrenos del arte y la cultura Lina Bo Bardi. Una arquitecta nacida en Roma que en 1947 deja atrás una Italia devastada por la guerra y emigra a Brasil, estableciéndose en Sao Paulo, en compañía del coleccionista y crítico de arte Pietro Bardi.
Allí se incorpora a la élite intelectual comprometida con proyectos como la bienal y el Museo de Arte Moderno de Sao Paulo, cuya sede construye. También diseña su casa, la llamada Casa de Cristal que, junto con el museo, son dos logros fundamentales de la arquitectura moderna internacional. Y pruebas fehacientes de un compromiso con una modernidad que Lina quiso articular con la cultura popular.
De hecho la expo de la March se subtitula Tupi or not Tupi -el lema central del Manifiesto antropófago de los hermanos De Andrade de 1922- y junto a planos de sus proyectos reúne centenares de obras de arte afros e indígenas. Ella entendió que sin un diálogo franco con estas tradiciones el proyecto de modernización se quedaba en el aire, falto de raíces. El fracaso de este diálogo ha sido el de Brasil como gran país.
El fuego
El fuego nos ha visitado y mi esperanza es que gracias al dramatismo con que lo ha hecho sea la voz de alarma que logre despertarnos.
Que las terribles imágenes del Cerro de Cristo Rey envuelto en llamas hagan mella, por fin, en la indiferencia o la callada resignación con la que recibimos las noticias sobre esos pavorosos incendios de este verano en los campos y los bosques de California o de Portugal, que nos parecen tan remotos, aunque no lo están.
Esas tragedias son nuestras tragedias en la misma medida que las nuestras son también las suyas. Por distintos que seamos los unos de los otros, por distintas nuestras economías, nuestras políticas, nuestras formas de vida y nuestras creencias, todos compartimos este Planeta.
Que es nuestro aunque no sea nuestro ni un palmo del mismo, aunque seamos campesinos sin tierra, emigrantes sin papeles, refugiados sin esperanzas en un centro de internamiento o pobres de solemnidad hacinados en los peores tugurios, esta Tierra es tan nuestra como lo es para los que cuentan por miles o cientos de miles de hectáreas o de metros cuadrados sus propiedades y solo se expongan a los calores del agosto más caliente de los que se tenga registro cuando toman el solo en la cubierta de un yate de ochenta metros de eslora o se dan un chapuzón en la piscina de alguna de sus espléndidas mansiones.
No importa. Todos respiramos el mismo aire, cada vez más contaminado por los gases de efecto invernadero generado por la industria y por el tráfico infinito de aviones, automóviles, buses o camiones. Y cada vez menos desprovisto del remedio o por lo menos del alivio que proporcionan los bosques y las selvas, auténticos pulmones del Planeta.
Los mismos que nosotros destruimos a un ritmo tan vertiginoso como ciego e irresponsable cada hora, cada día, cada semana, cada mes, sin que nadie, ninguna autoridad, ninguna campaña mediática nos recuerde, por ejemplo, que todavía en los años 20 del siglo pasado tanto el cerro de Cristo Rey como el de las Tres Cruces estaba cubiertos de bosques y que la construcción tanto el ferrocarril del Pacífico como la carretera al mar solo fue posible adentrándose en una selva que de tan densa parecía inexpugnable.
Nos urge contar con un partido Verde capaz de luchar de verdad contra el calentamiento global en vez de andar disputando la agenda a los partidos políticos para los que este catastrófico calentamiento no es una prioridad.
Si algún día realizo el proyecto de reunir en una antología los mejores comienzos de novela, estoy seguro de que incluiré en la misma el de Marea de sombras, la más reciente criatura literaria de Fabio Martínez. Reza así: “Con Julia estoy en el cementerio central despidiendo la pierna de una mujer”. Les aseguro que no se puede empezar de una mejor manera una novela que, aunque centrada en las desventuras del poeta Felipe Gardenia, es simultáneamente una crónica del horror vivido en los últimos años de nuestra guerra por Buenaventura, la ciudad a la que Martínez llama en su narración Bahía de Ziuz.
El poeta y su legítima esposa entierran una sola pierna porque es lo único que han logrado recuperar del cuerpo de la bella mulata Karen Knudson, apasionada amante de Gardenia, descuartizada por una banda de paramilitares. Pero ella no es la única víctima de esta atrocidad a la que esta narración concede un lugar.
En sus páginas también aparecen muchos otros descuartizados: el hijo de Sócrates y hermano de Beethoven -personaje de una novela anterior de Martínez-. Andrea Ocoró, cuya madre Esperanza fue muerta por la guerrilla. Manuel Acebedo, el carnicero. Juan Madriñán, el dueño del aserrío de Puerto Merizalde. Roberto Castañeda, dueño de un restaurante, a quien despedazaron después de haber asesinado a su hijo. Lenin Preciado, el líder comunal. El desprevenido novio de Lucy. Harold, el marica. El voyerista que en su móvil grabó su propia muerte y se supone la del resto de los incluidos en esta lista fatídica. En esta marea de sombras que claman justicia.
Cierto. Estos son personajes literarios a los que se les puede aplicar la fórmula de que “cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia”. Pero a mí me caben pocas dudas de que si están en esta novela es porque son los álter egos literarios de quienes fueron víctimas de las bandas que en Buenaventura utilizaron el terror para imponer su voluntad y satisfacer los intereses de quienes las armaron y azuzaron.
Que son probablemente los mismos que ahora están tan asustados con el horrible monstruo engendrado por su codicia, que quisieran la venida de algo tan devastador como un tsunami capaz de arrasarlo y de borrarlo todo, hasta el mismísimo pasado, para devolverles la inocencia. Ese estado idílico previo al demonio, al pecado original y la culpa, que quisieran recuperar sin pedir perdón, asumir las culpas y pagar por ellas.
…Capital Madrid
“Colombia, capital Madrid”, así titula hoyesarte -un conocido diario español online dedicado a información cultural- el artículo consagrado a la actual presencia del arte colombiano en la capital de España. Y no le falta razón: dicha presencia es tan nutrida, por no decir excesiva, que uno llega a pensar que el gobierno ha decidido trasladar de golpe la capitalidad cultural del país a la Madre Patria. Porque la verdad es que aún en Bogotá es muy poco frecuente que se inauguren prácticamente al unísono 20 exposiciones de nuestros artistas, se acompañen de otros 30 eventos culturales y encima 10 galerías de arte del país participen en una importante feria internacional de arte. Y de contera, que esa feria tenga el prestigio de Arco y haga de Colombia el país invitado. Ante tan notable suceso cabe preguntarse: ¿Por qué de repente esta avalancha? ¿Y por qué en Madrid? ¿Simplemente porque Arco decidió que este año Colombia fuera el país invitado, como argumentan nuestras autoridades, con el Embajador de Colombia y la Ministra de Cultura?
Obviamente yo no puedo estar en contra de que el gobierno invierta por fin una suma considerable de dinero en la promoción de nuestro arte en el extranjero, entre otras cosas, porque llevo años reclamando que se haga este tipo de gasto, que más que un gasto es en realidad una inversión. Ni tampoco puedo estar en desacuerdo porque esta inversión se realice en Madrid, una ciudad a la que tanto quiero y a la que tanto debo.
El problema real consiste en que el súbito interés del gobierno en promover de manera tan aparatosa como efímera al arte colombiano contemporáneo en Madrid, no obedece a una política de largo plazo dirigida a garantizar la duradera proyección internacional de nuestro arte, tan necesitado todavía de ella. No, tan generosos como inesperados dispendios no tienen desgraciadamente más explicación que un gesto vanidoso del presidente Santos, cuya Ministra de Cultura y cuyo acucioso Embajador e improvisado biógrafo, han orquestado tan arrollador despliegue artístico y cultural sólo para que le sirva de alfombra roja a su inminente viaje a la capital de España. Mucho se ha especulado sobre el deseo Santos de obtener a como dé lugar el Nobel de la Paz, pero por si no lo consigue ya está haciendo méritos para ganar el de inigualable mecenas de las artes. Eso sí, con el dinero contante y sonante del sufrido contribuyente.
Reivindicación del Valle
Es triste decirlo pero lo cierto es que el Valle cuenta poco en la política nacional. Cuenta muchísimo más Antioquia del mismo modo que la Costa Caribe cuenta mucho más que la del Pacífico -que sigue siendo como en los tiempos remotos de Sofonías Yacup, ‘el litoral recóndito’.
Cabe atribuir esta vergonzosa minusvalía a la carencia ciertamente histórica de una dirigencia política a la altura de los recursos y las posibilidades de un departamento que en sí mismo tiene la complejidad de un país. De hecho no nos resulta ajeno ninguno de los desafíos a los que muy pronto habrá de enfrentarse un gobierno que quiera asegurar la paz transformando al país. Y que por lo tanto tendrá que asumir la solución siempre aplazada de la cuestión agraria -motivo recurrente de nuestras guerras- que en el Valle exhibe casi todas sus variantes.
En un extremo está la gran empresa agroindustrial -representada entre nosotros por la industria azucarera- que muchos consideran el modelo que garantizará el desarrollo económico y el empleo en las millones de hectáreas liberadas de los agobios e impedimentos del conflicto armado. La experiencia de muchos años nos ha enseñado que la empresa agroindustrial debe ser vigilada y controlada con el fin de impedir que se convierta en un agente nocivo para el medio ambiente. Tanto por el uso intensivo del agua y de otros recursos naturales limitados y de fertilizantes e insecticidas como por el empobrecimiento radical de los ecosistemas preexistentes que supone el monocultivo que la caracteriza.
Un empobrecimiento que no nos podemos dar el lujo de permitir y que se hace aún más grave en la selva del piedemonte y del litoral del Pacífico.
Allí nos enfrentamos a problemas parecidos a los que conocen o conocieron hasta hace muy poco todas las zonas de colonización del país en la Amazonía, el Magdalena Medio, el Catatumbo, la cuenca del Sinú y desde luego el resto del litoral pacífico.
Sus protagonistas han sido y siguen siendo colonizadores paupérrimos que para conseguir una finquita talan la selva. La terminan vendiendo a los especuladores que vienen detrás o abandonándola ante las amenazas de los paramilitares. Eso para no hablar de la tala a gran escala realizada por las multinacionales madereras. La posibilidad de salvar lo que queda de nuestras selvas depende entonces de las alternativas que ofrezcamos a los colonos y del control de las madereras.
Vuelve Yemayá
Yemayá está de nuevo entre nosotros y no invocada como solía serlo por la voz inconmensurable de Celia Cruz -reina rumba- sino por el llamado imperioso del arte. Ese que ahora se escucha diáfano en el salón de arte afroamericano de Univalle que lleva su nombre, por obra de Margarita Ariza, a quien la diosa de las lluvias y los ríos de África, así como del océano del tráfico ignominioso de esclavos, le bendice el talento y el coraje.
El coraje que esta brillante artista barranquillera ha demostrado sobradamente con el proyecto Blanco Porcelana que pone al desnudo el difuso racismo que nos aqueja en una operación realizada a partir de una inmersión en sí misma y en su propia escena familiar.
El racismo -viene a decirnos- no está afuera ni nos es ajeno, ni tampoco es solo una mácula con la que mancha a los otros nuestra insana egolatría sino está firmemente arraigado en nuestras palabras y en nuestros hábitos.
“Blanco de porcelana” es de hecho una expresión utilizada en la Costa Caribe para reclamar para sí y para la familia un estatuto de limpieza de sangre que se pretende a salvo de la más mínima ‘contaminación’ de sangre negra. Pero que, dado el grado de mestizaje que ya exhibe la gente del Caribe -y en realidad de todo el país-, obedece más a un deseo que a una realidad.
Es el deseo de hacerse o volverse blanco, forzado por el hecho de que quienes ostentan poder y privilegios en prácticamente todos los ámbitos de nuestra sociedad, son blancos o pretenden serlo, sin ninguna clase de mancha que enturbie su inmaculada blancura.
Es este ‘blanqueamiento’, una estrategia insidiosa de supervivencia en un país que niega con ahínco su racismo, el que Margarita Ariza pone en evidencia con las obras que componen el grueso de su exposición y que dialogan en la Sala Mutis de la Biblioteca Mario Carvajal de la Universidad del Valle con su intervención en la polémica desatada por el retrato de Juan José Nieto Gil. El único presidente negro de Colombia, cuyo retrato ‘blanqueado’ en Francia, solo pudo ingresar al palacio presidencial gracias a una acción de tutela que obligó al presidente Santos a permitirlo. Margarita invitó a siete a artistas a pintar retratos ‘negros’ del excluido de nuestro arte y nuestra historia.
Completan la exposición obras de arte africanas, propiedad de Univalle, que demuestran cuan altos han sido los logros del arte en dicho continente.
La marihuana
El consumo de marihuana ya es legal en California, el estado más importante de la Costa Oeste norteamericana y probablemente el más importante de ese país, si lo miramos desde el punto de vista de su proyección hacia el futuro. Se conecta directamente con Asia, el continente que se consolidará en el Siglo XXI como el epicentro de la economía y la política mundiales, es la sede del Silicón Valley -emblema de la innovación tecnológica en la era digital- y desde luego de Hollywood, que durante mucho tiempo seguirá siendo el más fecundo de los centros de la cinematografía mundial. Eso sin contar con su notable multiculturalismo y su larga tradición de laboratorio de nuevas formas y estilos de vida y pensamiento. La misma que le ha permitido tomar distancia del puritanismo de las élites de la Costa Este, tal y como vienen de probarlo de nuevo con su decisión de legalizar el consumo placentero de marihuana.
No es el primer estado de la Unión que lo legaliza -de hecho es el séptimo que lo hace- pero es tal su importancia en todos los sentidos y tal su peso demográfico, que los fanáticos atrincherados en el seno de la burocracia de Washington temen que su decisión desencadene un ‘efecto dominó’ que se lleve por delante todo el demoníaco andamiaje de la ‘lucha contra las drogas’ y no solo la legislación que todavía prohíbe en la mayoría de los Estados Unidos de América el consumo de marihuana.
Y los califico de “fanáticos”, porque hay que serlo y mucho, para pasar por alto en este caso no solo las evidencias científicas sobre la naturaleza de las adicciones sino el sentido común para mantener en alto la bandera de la prohibición a rajatabla de las sustancias psicotrópicas. Eso para no hablar del altísimo costo en pérdida y destrucción de vidas humanas, violencia política y policial y corrupción en todos los ámbitos de la vida social que supone la desafortunada prohibición del consumo de dichas sustancias. En Colombia sí que sabemos de esos costos, porque los hemos tenido que pagar todos y los seguiremos pagando hasta cuando alguno de nuestros timoratos gobernantes se decida de una buena vez a plantar cara a los fanáticos de Washington y decirles: “¡Ya basta! Sigan si quieren con su estéril guerra de bomberos incendiarios, que nosotros vamos a hacer lo que dictan el sentido común y los intereses de nuestro país: legalizar la marihuana”. ¡Si ya lo hizo Uruguay, por Dios!
La hojarasca
Agosto 14 de 2015 – 10:02
El título de esta columna está prestado de la primera novela de Gabriel García Márquez, escrita en 1955, cuando él era un joven y desconocido escritor cuyo futuro de maestría y consagración en vida nadie, ni siquiera él mismo, podía siquiera prever. Y si me apodero de él es porque califica, con la precisión quirúrgica de las mejores metáforas, lo que pasó en el Caribe colombiano con la ‘fiebre’ del banano. O más exactamente con el delirio colectivo que se apoderó de las gentes del legendario país de Macondo debido a la súbita prosperidad introducida por la implantación del cultivo a gran escala del banano por la United Fruit Company.
Aracataca se llenó entonces de inmigrantes llegados de cualquier parte y era tanto el dinero que circulaba por cantinas y prostíbulos que en las cumbiambas las antorchas se encendían con billetes de 100 pesos. Pero vino la mítica ‘Huelga de las bananeras’ -reprimida a sangre y fuego como bien se sabe- e inmediatamente después el crack de la bolsa de Nueva York en 1929, seguida de una pavorosa crisis económica mundial que arrasó con todo lo que encontró a su paso, incluidas las cumbiambas iluminadas por billetes incandescentes. Quedaron solo la desolación, las huidas, las penas y la tristeza y el hundimiento de Aracataca en el polvo y el olvido del que solo muchos años después vendría a redimirla García Márquez, con una literatura que ha conmovido y emocionado al mundo entero. Y que se inició con una novela que narra la trágica obligación que un coronel desahuciado tiene con un médico que se negó a cumplir el juramento hipocrático cuando el pueblo más lo necesitaba, a la vez que testifica que de la prosperidad que se creyó ilimitada no quedó más que ‘la hojarasca’. Que es exactamente de lo que nos estamos dando cuenta ahora, cuando los promesas de ‘la locomotora minera’ y el sueño de la ‘prosperidad para todos’ se desvanecen como un mal conjuro, dejándonos nada más que la hojarasca.
Se ha discutido y se seguirá discutiendo ad aeternum sobre el papel de la literatura en una sociedad. Pero aun así yo tengo claro que la mejor literatura es la que resulta a todas luces profética. Como lo es ejemplarmente la de Gabriel García Márquez, quien desde sus mismos comienzos intuyó que ‘las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra’ porque no harán más que repetirse.
Vuelve la esclavitud
El año termina mal. Cargado de malas noticias. La más reciente, la del atentado terrorista en una mezquita en Egipto. Los terroristas, instigados y armados en su día por USA e Israel, han matado esta vez a 350 personas, mujeres y niños incluidos. Pretenden liquidar cualquier posibilidad de que en el Medio Oriente haya lugar para la ciudadanía. Quieren solo estados fundados en la etnia y la religión. Como Israel o Irán. Para a mí sin embargo, la peor noticia, entre tantas malas, es la del regreso de la esclavitud a Libia.
Macula oprobiosa que ofende sobre todo a todos los que una manera u otra descendemos de esclavos africanos. Y no queremos seguir negándolo. A los otros, los que todavía piensan que descienden de la pata del caballo del Mío Cid, que se queden en la fantasía con la que demandan, con éxito afortunadamente menguante, la concesión de altos cargos muy bien pagados en Bogotá.
Como me dijo alguna vez Carlos Alfredo Cabal, un vástago de esta casta, y una de las víctimas inocentes de treintena de muertes causadas por uno de los serial killers colombianos forjados por la máquina de matar sin contemplaciones que es el Pentágono y sus guerras interminables: “Cuando se acabaron las minas, nos quedaron las nóminas”. Cuando a los paisas se les agotaron las minas de oro se dedicaron a la industria y al comercio. Y así les va. Nosotros, en cambio, nos quedamos en los privilegios heredados como si fueran para siempre y en buscarnos la vida. Como sea. Y así nos va.
Pero volvamos a la esclavitud que, reinstaurada en Libia, fue por obra y gracia de las agencias de noticias, uno de esos escándalos mayúsculos que sacuden puntualmente a la opinión pública mundial. Y cuya sola existencia demuestra hasta qué punto hicieron mal Francia y los Estados Unidos de América apoyando con armas, asesores y dinero a una oposición que lo único que quería era destruir a Libia. Y convertir cada rincón del país en un feudo privado. A los negros les iba mucho mejor con la peculiar república asamblearia encabezada por Gadafi. Él los invito a su país para que fueran mano de obra bien tratada de sus extraordinarios proyectos de desarrollo económico y social. Con unas reservas excepcionales de petróleo y de gas, Gadafi puso en marcha planes como el aprovechamiento del mar de agua dulce oculto bajo de las arenas del desierto o de la energía solar. Hoy, quienes lo mataron, los esclavizan.
Gustavo Petro
Yo voy a votar por Petro. En primer lugar porque siendo alcalde de Bogotá se planteó como prioridad la construcción de un metro en condiciones en una ciudad en la que para las clases populares la movilidad urbana es lo más parecido a un infierno en la Tierra. Habrá otros peores, no lo niego, pero ninguno exhibe la misma irritante insistencia en torturar a quienes por razones de trabajo, de estudio o por la que sea no tienen más remedio que desplazarse diariamente por las calles de nuestra desquiciada capital.
¿El Transmilenio como alternativa? Una broma de mal gusto, unos paños de agua tibia aplicadas a un carcinoma galopante. Cierto, el metro con el que Petro y tantos como él habíamos soñado, no pudo hacerse: el presidente Santos lo saboteó negándose taimadamente a entregar el dinero que la Nación debía al presupuesto requerido para acometer su construcción. Después vino Enrique Peñalosa -con intereses creados en la comercialización de buses pesados-, tiró a la basura los estudios técnicos y de factibilidad del proyecto de Petro -que costaron una fortuna- y terminó sacándose de la manga no un metro sino un metrico, un metro jibarizado al mejor estilo de nuestra apoltronada clase dirigente que, como el niño de la parábola de San Agustín, siempre se empeña en meter el océano de las extraordinarias posibilidades de Colombia en el agujerito de sus mezquinos intereses.
El problema no es que haya intereses -que no hay sociedad que carezca de ellos- sino que los que predominen sean desgraciadamente los intereses más mezquinos. Como los de los empresarios y vendedores de buses que anteponen los suyos a los de una ciudad entera que necesita desesperadamente resolver sus graves problemas de transporte con una red de metro lo más amplia y eficaz posible. Así como Colombia necesita con parecida urgencia un proyecto de renovación nacional tan ambicioso y consistente como el que ha presentado Petro. El que ha logrado entusiasmar a una buena parte de nuestro pueblo. Y que siente que él es un líder consciente de que su propósito de engrandecer a Colombia solo podrá realizarse si cuenta con ellos, con la gente común y corriente. Con su respaldo, su dedicación y su esfuerzo. Con la gente que ya no quiere seguir siendo una mera cifra en las estadísticas de la pobreza ni el blanco pasivo de políticas económicas que no han hecho más que profundizar un modelo económico excluyente y depredador.
Elogio del aguacate
La polémica desatada a raíz de la afirmación de Gustavo Petro de que el aguacate genera más riqueza que el petróleo, ha desnudado el pensamiento de los gobernantes que han arruinado a la agricultura del país so pretexto de esa ‘libertad de mercado’, de esa incontrolada apertura al mercado mundial, a la que hoy está renunciando su principal defensor, Estados Unidos de América, preocupado por el creciente desmantelamiento del formidable poderío industrial que durante el Siglo XX le garantizó el primer lugar entre las economías del Planeta.
Con los dichosos tratados de libre comercio no solo desmantelamos buena parte de la industria que conseguimos poner en pie durante la primera mitad del siglo pasado sino que, como ya dije, arruinamos a nuestra agricultura hasta el punto de que buena parte de las papas que comemos las importamos de Kansas. Menos mal que los cultivos de aguacate no han prosperado ni siquiera en Hawai, que yo sepa, por lo que todavía podemos disfrutar de los que producimos. Y que tengamos por lo tanto un plante, como suele decirse, para producir muchos más y no porque vayan a valer más que el petróleo sino porque su cultivo podrá fortalecer una estrategia de recuperación de nuestra agricultura que pase por potenciar su deseable diversificación.
Porque si es cierto que las finanzas de este país dependen ahora en una medida muy importante de la exportación de petróleo no es menos cierto que en un pasado no tan remoto dependió de las exportaciones de café, revelando en ambos escenarios lo peligroso que es confiar la suerte del país al éxito o el fracaso de un solo producto. O sea que si hay que recuperar la economía agraria -como propone con tanto entusiasmo Petro- esta recuperación debe pasar por la superación del mono cultivo y el estímulo a la diversificación.
En el Valle esta política significa reemplazar el mono cultivo de la caña por un amplio abanico de cultivos de frutas, tal y como propuse en esta misma columna muchos meses antes de que se iniciara la actual campaña electoral. En el futuro es mejor un Valle frutal que uno cañero, un Valle donde se cultiven y se industrialicen muchas variedades de frutas, incluido desde luego el maravilloso aguacate, en granjas y en cooperativas que respeten el medio ambiente y generen más empleo del que son capaces de generar los cultivos de caña. Y que complemente el procesamiento industrial de sus productos
La reconquista
Hace siglo y medio los gringos le quitaron a México la mitad de su territorio y después libraron una guerra entre ellos para decidir si Arizona, California, Nuevo México o Texas serían o no estados esclavistas. Cierto. Es historia pasada aunque no por todos completamente olvidada y menos ahora que el presidente Donald Trump reabre esa irritante herida histórica con su empecinamiento en blindar y completar el muro que ya separa a México de las tierras que antes fueron suyas.
Se comprende entonces la enorme importancia simbólica de los Óscares concedidos a La forma del agua del director mexicano Guillermo del Toro. No son solo el reconocimiento a la calidad de su película: lo son también a la clase de imaginación y de sensibilidad que ella encarna de manera sobresaliente.
Si alguna vez le escuché a Carlos Mayolo decir que ¡Traíganme la cabeza de Alfredo García! era la mejor película mexicana -a pesar de que su director era Sam Peckimpah- yo puedo decir que La forma del agua es una película mexicana a pesar de que su historia, sus personajes y sus actores sean norteamericanos y que haya sido hecha enteramente en Hollywood. Y lo digo, repito, porque la imaginación y la sensibilidad que la generaron son las mismas de un pueblo que todavía rinde un culto fantasioso y festivo a los muertos y que ha compuesto desde siempre rancheras y corridos ciertamente desgarrados.
No hay duda: La forma del agua es una película desgarrada, hecha por o para sensibilidades con la lágrima a flor de piel debido a la humillación y el ultraje cotidiano. Su sentimentalismo -que tanto irrita a los escépticos y a los indiferentes, a los que sobrevuelan sin romperse ni mancharse este valle de lágrimas- es impúdico, a pesar de que la protagonista sea muda, su compañero de piso un gay que no ha salido del armario y su inverosímil amante, un monstruo anfibio que carece de lenguaje.
Cierto: Hollywood no se cansará nunca de ser sentimental. Pero el sentimentalismo cultivado por Del Toro es otro sentimentalismo: responde a otra historia de humillaciones, entre las cuales las que infringe Trump no son sino las más recientes. Y aun aceptando que Del Toro fue premiado porque la Academia deseaba castigar así la xenofobia del presidente americano, no descarto que los premios concedidos a La forma del agua representen la reconquista por México de lo que nunca ha dejado de ser del todo suyo.
Narcos
A la hidra de la guerra contra las drogas le ha brotado una nueva cabeza: las series televisivas. Después de la oleada de documentales y películas dedicadas a Pablo Escobar, vuelve a la carga el portal Netflix con la serie Narcos.
Ha pasado más de una década desde el primer documental dedicado a la vida y los crímenes del bandido más famoso de nuestra historia y muchos documentales, telenovelas y películas y el tema sin embargo no decae. Como tampoco esta guerra siniestra que parece destinada a perpetuarse a menos que López Obrador, el nuevo presidente de México, se las ingenie para ponerle fin.
Como se sabe, Narcos dedica su primera y segunda temporada al Cartel de Medellín, centrándose en la figura de Pablo Escobar. Y las dos temporadas siguientes al Cartel de Cali, poniendo a Gilberto Rodríguez en el papel de gran cerebro del mismo. Que es lo que todos sabíamos o creíamos saber.
La novedad, por lo menos para mí, es la crueldad despiadada que se le atribuye y que lo convierte en un personaje odioso e incapaz por lo tanto de despertar la más mínima simpatía. Pero no es la única, debido entre otras cosas a que la serie, que parece hecha a la medida de los intereses de la DEA, ofrece informaciones que en su día no fueron de conocimiento público, aunque sí de la agencia.
Algunas poco creíbles, como la de que fue la intuición de uno de los dos agentes de la DEA protagonistas de la serie la que evitó que César Gaviria, entonces candidato a la presidencia, abordara en Bogotá el avión de Avianca con destino a Cali que hizo explotar en el aire una bomba puesta por un sicario de Escobar.
Resulta, en cambio, plausible la existencia de una alianza entre el Cartel de Cali y Carlos Castaño y sus paramilitares -avalada por la CIA- para combatir al sangriento cabecilla del Cartel de Medellín. Al igual que el hecho de que las acciones en contra de los carteles estuvieron supeditadas por el Pentágono y la CIA a las necesidades de la lucha contra los movimientos insurgentes de la época, entonces tan fuertes que hicieron temer a Washington por una nueva Nicaragua.
Los guionistas se han cuidado de que las salpicaduras de estos cálculos y relaciones non santas manchen sin embargo a la DEA. O por lo menos que no salpica al detective blanco sino al latino, con quien forma equipo, que es a quien corresponde en exclusiva participar o ser testigo de las atrocidades cometidas por los enemigos de Escobar.
Arte funerario
Ya lo dábamos por muerto y confinado exclusivamente en esos cementerios decimonónicos que, como el emblemático Pere Lachaise de París, se resisten a la trivialización de la muerte y al desvanecimiento de las tumbas que rige en los llamados con frecuencia jardines del recuerdo. Los cementerios en los que las lápidas y las cruces son tan discretas que apenas alteran o interrumpen la verde continuidad del prado y los árboles. Pero, de repente, aparece Doris Salcedo y nos dice con su obra que los muertos todavía merecen una digna sepultura, que no podemos dejarlos caer sin más en el olvido, que merecen que les recordemos y que hagamos pública y evidente la demostración de nuestro reconocimiento y de nuestra gratitud por la vida que nos dieron y que aunque sigue sin ellos, está colmada por su ausencia. Y se lo ha dicho en primer lugar a los colombianos, que hemos sufrido unas de las peores guerras que ha padecido el mundo en los últimos cincuenta años, si es que puede decirse que hay guerras peores que otras, si es que hay guerras que destaquen por sucias entre tantas guerras sucias. Guerras en las que el objetivo prioritario es la población civil propia y ajena y en las que se ha invertido de manera tan clamorosa y perversa la proporción histórica de muertos entre los combatientes armados y los ciudadanos inermes que carece de sentido erigir monumentos a sus hipotéticos héroes o a sus soldados desconocidos.Si alguien merece una tumba, ha venido a decirnos Doris Salcedo, son las víctimas anónimas de la guerra: aquellas que sólo aportan su número a esas estadísticas de la mortalidad que por abstractas nos dejan indiferentes. Y que ella sólo toma en cuenta como un indicador de la dimensión colectiva de la tragedia que exige una respuesta igualmente colectiva. Como lo ha sido de hecho, en su diseño, realización e impacto, la performance Sumando ausencias, celebrada hace un par de semanas en la Plaza de Bolívar de Bogotá. Soy consciente de que la paz está de nuevo en vilo, expuesta al albur de unas negociaciones que se prevén muy complicadas pero también lo soy de que jamás la alcanzaremos definitivamente si antes no lloramos a nuestros muertos y si antes no damos curso al punzante dolor causado por su ausencia. Entre tanto, demos gracias a Doris Salcedo por indicarnos de manera tan conmovedora el modo de hacerlo.