La multitud es la red.

Yo entiendo las redes sociales no simplemente como un producto más del Internet sino como uno de los medios de subjetivación más potentes surgidos de la profunda crisis de las estrategias de subjetivación dominantes en Occidente, que puede datarse circa 1968, y de cuya intensidad y radicalismo da cuenta el hecho de que no se limitó a subvertir esta o aquella otra forma de subjetividad sino que cuestionó el concepto y la existencia de la que hasta entonces fundamentaba sus variaciones: la subjetividad unitaria y duradera. Esa que habiendo estado vigente durante siglos había permitido el tránsito del creyente al ciudadano, del mártir al héroe. Guilles Deleuze fue el filósofo que promovió esa crisis en los términos quizás más radicales en obras tan definitivas de su pensamiento como El Antiedipo. Esquizofrenia y capitalismo. A él pertenecen estas palabras: “Un individuo adquiere un auténtico nombre propio al término del más grave proceso de despersonalización, cuando se abre a las multiplicidades que le atraviesan enteramente, a las intensidades que le recorren (…) Uno se ha convertido entonces en un conjunto de singularidades libres, nombres y apellidos, uñas, cosas, animales y pequeños acontecimientos…”. Toni Negri incorporó a su modo el radicalismo deleuziano elaborando un concepto de “multitud” como “multiplicidad de singularidades” que no pueden reducirse ni a los términos del individuo liberal ni a los del pueblo como fuente de la soberanía en el pensamiento democrático moderno. “La multitud no es una como el pueblo, ni indiferenciada como las masas; la multitud engloba a lo diverso, es global” – afirmó en una oportunidad. Y Michael Hardt, su compañero de lides teóricas y políticas, añadió otras aclaraciones: “La turba puede tener efectos pero no puede actuar por cuenta propia. Las masas necesitan ser lideradas. La multitud, en cambio, es activa y no necesita de un liderazgo externo: es una multiplicidad que pude actuar en común”.
Yo por mi parte pienso que esa “multiplicidad de singularidades”, que constituyen la multitud en el sentido defendido por Hardt y Negri, ha encontrado en las redes sociales al que quizás es su medio más apropiado de formalización y realización. Todavía más: pienso que existe una solidaridad decisiva entre el deseo expresado por ambos pensadores de que la multitud encarne la “democracia absoluta” en cuanto “libre expresión de las diferencias” y la creciente aceptación social de las redes sociales, porque el deseo de singularización de la multitud es ciertamente el motor más potente entre todos los que aseguran el funcionamiento de las redes. Ese deseo alimenta de hecho lo que podríamos calificar de exhibicionismo radical y a la vez proliferante que ya no está confinado en los límites de esta anomalía de la sexualidad fijados por Kraft – Ebing en su célebre tratado sobre las perversiones. El sujeto de las redes sociales exhibe no solo su sexualidad o sus apetencias eróticas sino también sus gustos y aficiones, sus querencias y opiniones políticas, sus filias y sus fobias, los motivos de su alegría, su depresión o su tristeza, sus logros profesionales o laborales y desde luego los más diversos episodios de su vida personal y familiar, sin que le inhiba en ningún caso la banalidad o la importancia intrínseca de lo que exhibe. Se podría decir que exhibe por el simple gusto de exhibir, como también podría decirse que con esa exhibición quiere manifestar y reafirmar su singularidad en todo lo que ella tiene de insólita y de intransferible. E inclusive de inclasificable. Sólo que al compartirla comunicándola la pone en común y la dis- pone para su acoplamiento en esas comunidades afectivas o imaginarias que, como enjambres de insectos migratorios, se están formando continuamente en la red. La comunicación en red transforma la singularidad convirtiéndola en compatible o por lo menos en acoplable.
Pero la red no es ni un cauce ni un instrumento neutro sino una suerte de activo “modulor” lecorbuseriano que regula y moldea el deseo. El deseo – en la interpretación de Deleuze/Guattari – es salvaje y no se fija nunca a un objeto determinando aunque nunca carece de él. Simplemente se desplaza o salta bruscamente de un objeto a otro, con una labilidad que resulta impensable desde la perspectiva estrictamente freudiana pero que en la red es enteramente posible porque es la red la que permite que el deseo se convierta en un flujo deseante que salta de un objeto a otro con esa fluidez sin fricciones ni resistencias a la que siempre aspira la publicidad. Por lo que no sorprende que la red sea también y de una manera determinante un escaparate que por serlo esta siempre disponible para la publicidad que – como bien se sabe por propia experiencia – está especializada en convertir las mercancías en objeto de deseo. La llamada publicidad viral, la publicidad que utiliza la red para hacer circular mensajes publicitarios como si fueran rumores es un buen ejemplo. Pero no es el único. Porque en esta etapa de promoción estratégica por parte del Estado de la figura del emprendedor, cada agente de la red tiende a utilizarla no solo para exhibirse sino también para publicitarse. O como suele decirse elocuentemente para “venderse” en un mercado que, aunque se publicite como global, es la sumatoria o una yuxtaposición incongruente de mercados cada vez más especializados, heterogéneos y fragmentados. Obviamente este venderse exhibiéndose es muy distinto de la simple puesta en circulación de la hoja de vida que informa de nuestra formación, competencias profesionales y experiencia laboral. Es evidentemente en este punto donde la subjetividad multitudinaria revela su compromiso o su implicación ineludible con la mercantilización de la vida, el lebenswelt o mundo de la vida. Nos exhibimos para que se difundan nuestras aptitudes profesionales pero ante todo para posicionarnos o, para ser más precisos, para lograr una voz, un perfil reconocible y una audiencia en los mercados de la vida. El mercado del sexo es el ejemplo más ostentoso de dichos mercados, aunque su complejidad merecería un análisis especial que dilucidara las múltiples y a menudo inconfesables relaciones entre afectos, deseo sexual, poder y dinero en los ámbitos donde se despliegan la prostitución, la pornografía, los chat eróticos, las citas a ciegas, las aventuras extramatrimoniales y las búsquedas de parejas o intercambio de las mismas. Pero hay otro ejemplo igualmente notable de exhibición publicitaria multitudinaria y es la que se da en ese ámbito tan difuso como crucial articulado por el diálogo y la conversación. Que ya no es opuesto – en cuanto privado, íntimo, afectivo, familiar – al delimitado por discurso y el debate parlamentario, al que por el contrario ha despojado de su primacía en la esfera pública. Las redes sociales son el medio perfecto de la mercantilización del diálogo, así como la fotografía lo ha sido de la mercantilización de la mirada y el cine de la interpretación. Las redes sociales lo han hecho mediante recursos técnicos que permiten abstraer o aislar el acto del habla del momento y las circunstancias específicas en los que se produce siempre el diálogo entre interlocutores específicos, para convertirlo en un mecanismo o procedimiento general – con protocolo o manual de instrucciones incluido – que permite iniciar y mantener diálogos telemáticos escritos o hablados y habitualmente diferidos inclusive entre perfectos desconocidos. Aquí se impone la imagen que resulta de imaginar que mientras estoy escribiendo esta frase centenares de millones de personas en todo el mundo están manteniendo una conversación por los motivos más diversos y heterogéneos posibles y en todos los idiomas imaginables. El arte y la técnica de Mark Zuckerberg han consistido en transformar esa masa inconmensurable de diálogos ininterrumpidos en la materia prima de una empresa como facebook que, cuando hace poco salió a Bolsa de Nueva York, se valoró en 82.000 millones de euros.
Qué duda cabe, entonces, de que el dialogo ha adoptado la forma de mercancía, independiente tanto de sus contenidos como de sus interlocutores específicos, y que, además, ha adquirido un singular valor exhibitorio. Aunque en un sentido que conviene precisar para distinguirlo del asignado inicialmente a esta expresión por Walter Benjamin en su esfuerzo por dilucidar el estatuto de la obra de arte en la época de su reproductividad técnica. La diferencia consiste en que Benjamin advirtió que la obra de arte se produce ahora para ser exhibida pasando por alto que ella misma podía ser utilizada para exhibir algo distinto de sí misma. O sea como soporte publicitario. O específicamente como escaparate prestigioso, como de hecho está ocurriendo actualmente en los museos y centros de arte clásico, de vanguardia o contemporáneo, cuyos tesoros artísticos – o cuyo capital simbólico, para decirlo en términos de Pierre Bordieu – son el escaparate o exhibidor prestigioso sobre el que destacan los logos de las multinacionales. Y así ocurre igualmente en las redes sociales donde el flujo del exhibicionismo multitudinario es ofrecido por las empresas operadoras de las mismas como un formidable soporte publicitario para todas aquellas empresas que lo deseen o puedan pagar, incluidas desde luego las mismas plataformas operadoras. El exhibicionista en red puede intervenir en este negocio generando o propagando un trending topic, tan efímero como multitudinario. O estimando su propia valía personal o profesional en función del número de amigos en la red, cuyo número sobrepasa largamente a los amigos que tiene o que ha tenido a lo largo de su vida fuera de la red. Al fin y al cabo el número de personas y empresas conectadas a la red ha sido la base sobre la que se calcula el activo principal de facebook o de twiter.
El exhibicionismo multitudinario tiene su doble invertido o su contrapartida en un voyerismo que sobrepasa igualmente las connotaciones sexuales que son evidentes en esa modalidad suya que impulsa las millonarias visitas de las páginas de pornográficas que ofrece el Internet. Esta connotación es sin embargo desbordada por la todavía más extendida implicación del voyerismo en la novelería. O en la “avidez de novedades” para decirlo en términos dignificados teóricamente por una cauda de pensadores a la que pertenecen Georg Simmel, Martin Heidegger y Paolo Virno. Y es precisamente a este último a quien conviene citar aquí porque su análisis de dicha avidez esta abiertamente asociado al concepto de multitud elaborado por Negri/Hardt. De hecho Virno presentó ese análisis en el marco de un seminario titulado elocuentemente Gramática de la multitud en el que se consideró a las habladurías y a la avidez de novedades como <<dos predicados inherentes al sujeto gramatical “multitud”>>.
Virno expuso allí sus ideas sobre ambos fenómenos bajo la forma de un comentario crítico a las ideas de Heidegger al respecto, apoyándose ampliamente en los argumentos expuestos por Walter Benjamin en El arte en la época de su reproductividad técnica. Para el Heidegger de Ser y tiempo las habladurías y la avidez de novedades son dos manifestaciones culturales solidarias entre sí, que deben ser condenadas en cuanto manifestaciones de una “existencia inauténtica” que condensa su alienación y desarraigo del mundo, así como en el uso y el abuso del pronombre indeterminado “Se”, utilizado como una argucia para no asumir la responsabilidad de las habladurías que sin embargo propaga: “se dice, se comenta, se sospecha…” A esta descalificación tajante de unas conductas que entonces parecían exclusivas de las masas – y que ciertamente está alimentada por el mismo desprecio aristocratizante de las mismas que José Ortega y Gasset expuso en La rebelión de las masas – Virno opone su convicción de que dichas conductas han adquirido una dignidad y una pertinencia insospechadas en cuanto atributos sobresalientes de la multitud contemporánea. De hecho, él eleva la “avidez de novedades” al rango de una verdadera epistemología que, aunque plebeya por difusa y poco o nada profesionalizada, comparte la misma actitud estructural de la bios theoretikos, de la vida contemplativa dedicada al conocimiento puro. Ni el filósofo ni el curioso tienen intereses prácticos, ambos aspiran a una aprehensión como fin en sí mismo, una visión sin objetivos extrínsecos. En la curiosidad los sentidos usurpan sin embargo las prerrogativas del pensamiento: son los ojos del cuerpo, no aquellos metafóricos de la mente, los que observan, hurgan, desmenuzan todos los fenómenos. La ascética theoria se transforma en el “afán de probar, de conocer” del voyeur . Un afán que ahora satisfacen los media junto con la red, capaces de acercar como nunca antes lo que antes estaba distante y familiarizar con lo que antes era desconocido o completamente extraño. Satisfaciendo una necesidad que Benjamin formuló en el apogeo de la sociedad de masas en estos términos vehementes: “acercar espacial y humanamente las cosas es una aspiración tan apasionada de las masas actuales como su tendencia a superar la singularidad de cada dato acogiendo su reproducción”. Esta curiosidad – comenta Virno – expande y enriquece las capacidades perceptivas humanas. La visión móvil del curioso, realizada a través de los mass media, no se limita a recibir pasivamente un espectáculo dado, sino, por el contrario, decide en cada oportunidad qué ver, qué vale la pena traer a primer plano y qué debe permanecer como fondo. Los mass media adiestran los sentidos para considerar lo conocido como si fuese desconocido, o sea a desarrollar “un margen de libertad enorme e imprevisto” en los aspectos más trillados y repetitivos de la experiencia cotidiana. Pero al mismo tiempo adiestran los sentidos también para la tarea inversa: “considerar lo ignoto como si fuera conocido, adquirir destreza con lo inesperado y lo sorprendente, habituarse a la falta de hábitos sólidos”.
Aquí cabe llamar la atención sobre el hecho de que tanto el exhibicionismo como el voyerismo traídos a cuento en este discurso como atributos de la multitud exaltada por Hardt/Negri invocan inevitablemente un cuerpo. Ese cuerpo que se expone deseante en el exhibicionismo clásico y cuya exhibición es el objeto de deseo del voyerista y que, según esa misma consideración clásica, es ancla y al mismo tiempo agente imprescindible del deseo. Y de la consciencia de esos deseos. Cuerpo y consciencia individuales, tanto para Kraft-Ebing y Freud, que por serlo sólo pueden considerar anómala a la multitud que se exhibe y curiosea. Anómala e inclusive monstruosa como ese grabado que abre las páginas del Levitan de Hobbes, en las que los órganos del soberano están formados por el acoplamiento o ensamblaje de cuerpos humanos individuales.
Virno observa , además, que Heidegger y Benjamin coinciden en considerar que “el curioso está permanentemente distraído. Él mira, aprehende, experimenta cada cosa, pero sin prestarle atención”. Pero mientras para Heidegger, “la distracción, que es el correlato de la avidez de novedades, es la prueba evidente de una erradicación total y de una inautenticidad total (…), para Benjamin merece por el contrario un elogio porque “ve en ella el modo más eficaz de recibir una experiencia artificial, técnicamente construida. Él escribe: “Por medio de la dispersión (…) se controlará bajo cuerda hasta qué punto tienen solución las tareas nuevas de la apercepción. (…) El cine no sólo reprime el valor cultual (…) porque pone al público en situación de experto (…), sino además porque dicha actitud no incluye en las salas de proyección atención alguna: el público [si ustedes prefieren: la multitud en cuanto público] es un examinador, pero un examinador que se dispersa”.
(Ensayo inedito, escrito en 2015)