Guillermo Pérez Villalta en su laberinto.

El título de la extraordinaria exposición de Guillermo Pérez Villalta en la sala Alcalá 21 de Madrid no podía ser más adecuado: El laberinto del arte. Y lo es tanto porque su formidable dispositivo espacial está inspirado en el laberinto como porque el arte que expone es laberíntico. Nada en él es simple, directo, inmediato, sino que por el contrario busca deliberadamente la elipsis, el escorzo, la diagonal, el extravío de la mirada expectante en los muchos planos que se pliegan y repliegan en la obra. Extravío de la mirada y dispersión del sentido: sus pinturas son acertijos o emblemas y sus esculturas, muebles o piezas de orfebrería son jeroglíficos o alegorías que jamás agotan su sentido. La respuesta al desafío del laberinto es el hilo de Ariadna, que creo descubrir en el cuadro de Pérez Villalta que para mí condensa el programa iconográfico y estético al que obedece el conjunto de su arte. Además de exponer los motivos de su altanero desdén por las modas y las tendencias artísticas y culturales hegemónicas, tan anglosajonas, tan nórdicas, así como su reivindicación de la tradición clásica, cuyo escenario histórico y legendario es el Mediterráneo. El mar cuadro se titula precisamente <<Diálogo sobre la posibilidad de un arte mediterráneo>> y su organización espacial es vertiginosa, como la de un remolino que arrastra con fuerza la mirada hasta el fondo del cuadro, que no es otro que el mar ocupando paradójicamente el lugar del cielo. Pero eso ocurre solo en el primer vistazo, porque cuando la mirada hace una pausa, se detiene y regresa sobre sus pasos va descubriendo la complejidad de una pintura que se niega a entregarse de golpe y que por el contrario demanda atención, detenimiento, reflexión. Es cuando uno se percata de que está enmarcada por un balcón que nos advierte que la pintura es una ventana abierta sobre un mundo, que sin embargo es tan ilusorio como ella misma. Como lo son la cortina que enmarca al balcón y el racimo de uvas en un plato, que evocan la célebre contienda sobre la verosimilitud de la pintura librada por Zeuxis y Parrasio, el primero pintando las uvas que engañaron a los pájaros y el segundo la cortina que engaño a su muy calificado rival.

En el centro puramente geométrico del cuadro aparecen los personajes del diálogo, en una terraza entrelazada con la urdimbre de terrazas, jardines y poliedros que remite a la arquitectura blanca e impoluta de las medinas y a su matriz soterrada: el laberinto del minotauro. Ese cuyo plano aparece pintado junto al racimo de uvas y las otras frutas. Urdimbre y laberinto en los que mirada se demora y dilata antes precipitarse al mar que, como una banda de Moebius, aguarda solo para devolverla sobre sí misma. Lo confieso: jamás terminaré de ver este cuadro.

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