Conocí a Tamara de Lempika en 1980, el mismo año en que murió. Unos meses antes me había mudado a Cuernavaca y en un bar al que sus habituales se empeñaban en creer que era el mismo donde solía emborracharse el Cónsul, el protagonista de la novela Bajo el volcán de Malcom Lowry, conocí a Adela, la hija del legendario Indio Fernández. Ella tenía un físico muy masculino, la voz y el carácter broncos pero el gusto compartido por el tequila nos acercó y nos llevó a compartir con frecuencia y junto con otros amigos mesa en el bar que imaginábamos que era El farolito, el bar que figura en la espléndida novela de Lowry. Una de aquellas noches me preguntó de sopetón si quería conocer a Tamara Lempika que vivía en la ciudad, al igual que el sha Reza Pahlevi y su esposa Farah Diba, fugitivos de la revolución islámica encabezada por al ayatola Jomeini. Pero la verdad es que la propuesta no me entusiasmo demasiado: lo poco que conocía de la pintora y de su pintura las situaban en las antípodas de mis intereses de la época. Yo estaba muy radicalizado políticamente, tenía vínculos estrechos con el equipo de la editorial Era – una editorial de referencia para la nueva izquierda latinoamericana- con los exiliados chilenos y argentinos y con los sandinistas que entonces andaban en México preparando la ofensiva político y militar que poco después terminaría derrocando a Somoza. Si alguien famoso hubiera deseado conocer en persona habría sido a Ivan Ilich, quién había fundado y dirigido en Cuernavaca el Centro Intercultural de Documentación- el CIDOC, que se benefició del prestigio de obras suyas como La sociedad descolarizada, Némesis médica y sobre todo La convivencialidad, que resultaban muy aleccionadoras para quienes como yo no solo criticábamos al capitalismo sino también al llamado socialismo real y que por consiguiente buscábamos modelos para el cambio radical de la sociedad que deseábamos inspirándonos en el anti estatalismo del pensador austríaco y en su precoz reivindicación de los temas ecologicos. Desgracidamente el gobierno mexicano había forzado la clausura del centro y empujado a Illich a marcharse. Y si al final acepté la propuesta de Adela fue porque ella añadió un argumento tan desacertado como poderoso: “Tamara es la autora del cuadro dedicado a Isadora Duncan”. Ya habían pasado unos buenos años del estreno en 1968 de Isadora, la apasionante película dirigida por Karel Reisz dedicada a la vida de esta heterodoxa bailarina de los años 20 del siglo pasado, pero la sola mención de su nombre fue suficiente para convencerme. Yo había quedado enamorado para siempre tanto del personaje como de su intérprete, la actriz británica Vanessa Readgrave, quien tuvo además la audacia de figurar como candidata en las listas electorales de los trotskistas británicos.
Al atardecer del día siguiente me fui con Adela a visitar a Tamara. Y la verdad es que me impresiono: a pesar de los estragos que el tiempo había infringido en su cuerpo y en su piel, a pesar de la enfermedad que estaba a punto de costarle la vida, conservaba el porte y la altivez desafiante que habían caracterizado sus mejores años. Los años en los que había pintado ese Autorretrato en Bugati verde, que Adela había confundido con un homenaje a Isadora Duncan. Poco me importó sin embargo la confusión ni el hecho de que Tamara no mostrara en mí un interés distinto al que un famoso le demuestra a un nuevo candidato a escuchar historias de sus andanzas en el gran mundo: el fascinante poderío de su personalidad seguía intacto.
Paradojas de la memoria: si de repente he recuperado del olvido mi velada crepuscular con Tamara de Lempika en Cuernavaca es porque su autorretrato con Bugatti es el cuadro que falta en la exposición de sus obras abierta actualmente en el Palacio Gaviria de Madrid.